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La del mundo de hoy

Prosa desde la entraña poética

No resulta difícil aceptar que quienes sólo conocemos al mundo desde una vista contemporánea, hemos tenido casi todos nuestros problemas solucionados. Nos hemos dejado llenar de las comodidades que se facilitan gracias al desarrollo de nuevas herramientas que se renuevan cada día –para hacer todo más fácil–.  Inclusive, en este cenit evolutivo, se busca intervenir la mente humana para detener el sufrimiento que aparentemente no tiene explicación, que no tiene motivo de ser, pero es tan común y tan persistente cómo los mismos instintos humanos.
Errado es, pensar que haber nacido en un entorno medianamente cómodo garantiza una vida tranquila. Mientras que quien ha tenido un destino turbulento desea tener su mesa llena, sin pensar en su existencia al día siguiente; los nacidos en esta cómoda generación, muchas veces deseamos bordear un poco más de cerca la muerte, pero sin que se perturbe la burbuja que creó nuestro propio entorno.
Es no entender el mundo, es darse cuenta que solo estamos acá para transitar una vida, que muchas veces –a partir de miles de expectativas– se soñó pudiera ser algo completamente diferente a lo que hoy nos toca vivir. Muchas veces soñábamos con un mundo mejor, o nos imaginábamos cómo actores de cambio para los problemas que se acumulan, y no tienen solución. Soñamos con ingeniar acciones que impacten, y que nuestros nombres queden para siempre en la historia, pero nos decepcionamos de nosotros mismos cuando al crecer, nos dimos cuenta que si nadie hace algo es porque nadie sabe cómo hacerlo, y tampoco somos la excepción.
Darse cuenta de nuestro lugar en el mundo, de las grandes limitaciones a las que nos somete ser nada más que materia, nos hace espabilar que los sueños solo son expectativas, que probablemente jamás tengamos la capacidad de hacerlos realidad. Esa condición tan humana, de creernos importantes siendo tan insignificantes, es producto de la promesa común de que hay un destino bueno para cada uno de nosotros. Lo que antes –y aun– se aseguraba como un final maravilloso, únicamente posterior a la muerte, en el mundo de hoy nos lo prometieron en vida, pero es difícil afrontar que no hay paraíso ni en el cielo ni en la tierra. Todo es como es, y el planeta seguirá su movimiento estelar sin pensar en los problemas de nadie, ni siquiera en los de sí mismo.
¿Será que es el deseo de la autodestrucción, la concepción de no encontrar ningún sentido al vivir, o darse cuenta que nunca ha habido un dios –o si lo hubo, ¿donde se quedó?- lo que nos obliga a querer detener el sufrimiento, sin recurrir a la solución final?
En fin, mientras sigan estas indagaciones, la mente seguirá haciendo de la vida algo tan tortuoso como insoportable, porque nuestro ego nos impide aceptar que nuestros problemas no valen nada para el enorme vacío del universo.
Del vacío venimos, vacíos estamos y vacíos estaremos. Si hay que vivir, que sea sin pensar en qué vendrá.

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