Palabras
¿Pero que era lo que nos unía entonces? Si teníamos tan poco interés por las cosas que le apasionaban al otro.
Mera atracción solamente, no física, era un magnetismo puro que se escapaba a cualquier causa lógica, un llamamiento desde dentro de mi y dentro de ella, subconsciente, a un encuentro, un choque fatal de nuestras esencias.
Era la razón de la sin razón. La irresistible y fatal atracción de el hombre por la mujer, de lo masculino por lo femenino, o viceversa, de signos opuestos, naturalezas contrarias, que sin embargo encajaban tan bien, como dos piezas de rompecabezas, como dos mitades de una misma cosa, alma o lo que sea que resultaba de su unificación pero que indudablemente terminaba siendo mucho más grande.
Lo curioso era como había pasado a llamarla “maga” tan naturalmente que ni siquiera había reparado en ese hecho, hasta mucho después cuando nuevamente volvía a leer Rayuela, para buscar su reflejo en el vagaje bohemio de sus capítulos, y cuando ya no podía nombrarla mía.
Algo del inconsciente sin duda. No, era otra cosa mucho más simple y por ello más difícil de admitir, “mi maga”, “mi bella maga”.
Todos los años que estuve pensando, pensado y esperando quien sería “mi maga”, después de haber leído la novela por primera vez y cuando por fin se aparecía ante mi, y yo mismo la llamaba por aquel nombre, desde algo fuera de mí, era incapaz de reconocerla, y terminaba por dejar pasar ante mis ojos aquella señal indecible, que antes hubiera significado una revelación y que ahora era apenas una coincidencia.
Pero ella era una maga verdaderamente, en el sentido más literal de la palabra, maga de cartas, y visiones, y energías y por eso la habia nombrado así. La habría llamado maga de todas formas, hubiera o no leído el opus Magnus de Cortázar. Maga, porque simplemente era una maga, “mi bella maga” porque simplemente era bella, bella como ninguna otra y porque en aquellos días tenía la invaluable fortuna de que fuera mía.
