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Morir en Medellín

(al uruguayo Carlos Gardel, 65 años después)

Todavía en Medellín
el cielo reconstruye
sus hojas
de espuma
sus fibras de agua verde.
Al cielo agregan
los ladrillos bermejos
las torres coloradas
las tejas de
sustancia enrojecida
el óxido de la sangre cotidiana
el púrpura enredándose
en las lluvias que se mezclan
con un aire de violento metal.
En ese cielo menos alto
que la noche
polvo de aviones triturados abrazándose
cenizas
de ropas y uñas guitarreras
harina de sombreros y lenguas
cantadoras
pies enmuñonados de negro
todavía no reposan.
Y escamas de un pasaporte
con apellido y
nombre destintados
con fechas revueltas
por el absurdo
fuego
no dejan de flotar.
Un apellido solo casi
de extranjera madre duplicada
y un nombre extraído de
hombre semental
que negara bautismos y registros
que ofendiera enaguas y entrepiernas
se escuchan en cada
gota sonora
del cielo en Medellín.
Una avenida con ese
usado nombre
y con ese inventado apellido ayuntándose
y una repetida figura como estatua
con la raíz de sus
zapatos enredada
en un sedimento de flores populares
de esquelas suplicantes
de músicas mágicas
simplemente permanecen sobre el asfalto
—tan encendido
tan mujerizado
tan varonizado tan entreterrestre–
del otro este otro
cielo en Medellín.

Préféré par...
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