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Benarés

Los prospectos turísticos siempre tienen razón. La prueba: esta frase, leída en un folleto rojizo, de tipografía brumosa: «Dejarás a Benarés, pero Benarés no te dejará. Algo en ti, adentro, habrá cambiado para siempre». Es difícil decir algo más justo, ni responder mejor a la pregunta que se plantea a cada regreso a la India: ¿por qué ir a meditar a Benarés si se puede meditar en cualquier lugar? Y por otra parte, ¿no hay en cualquier lugar más silencio, menos simios agresivos y maniáticos, menos leprosos agarrándote por la camisa con sus largos dedos que devoran llagas rosadas?

No hay, en definitiva, más que una diferencia entre Benarés y ese otro paisaje utópico. En las márgenes del Ganges, lo que piensa es el espacio mismo. Los hombres y las cosas emiten signos, como si los atravesara un sentido, como si los sacudiera una fuerza que pertenece a la divinidad o a lo demoníaco, y cuya proximidad está marcada por algo que es como una incandescencia, como la quema de lo indecible. Hombres no, personajes: van desnudos, con la piel cifrada por escrituras sánscritas, o envueltos en vastos saris de oro; van, después de la muerte, cubiertos de flores blancas, atravesando el estrepitoso encuentro urbano de vacas y camiones, hacia la hoguera, en una camilla que los allegados suspenden como pueden, y que roza la ventanilla de los autobuses y los inunda de su perfume letal.

La leyenda dice que Varanasi—el verdadero nombre de Benarés—fue la primera ciudad del mundo, edificada con el tiempo y con el hombre. Para los hinduistas, si se muere del buen lado del Ganges, se puede beneficiar de una reducción considerable, y hasta parece, de una exoneración, de esa fiscalidad inevitable que es la reencarnación; la otra vertiente del río, que todo el mundo evita al primer malestar, es agresiva y nefasta. Los budistas sostienen que, antes de ir a predicar por primera vez, junto a las gacelas del vecino parque de Sarnath, el Buda Sakiamuni, ya de regreso de todo lo excesivo—ni la austeridad empecinada ni el goce sin receso—, atravesó en silencio la ciudad. El paso del islam quedó marcado por unos escombros; luego, los adeptos iconoclastas se retiraron con discreción. En cuanto al cristianismo, está tan presente hoy en día, que en esos iconos de la imaginería popular, que han dado renombre mundial a los impresores de Bombay, se contempla, junto a Ganecha, el dios elefante devorador de caramelos y juguetón, a un Cristo maquillado con esmero, rodeado por una aureola iridiscente, y hasta, sin el menor resentimiento teológico, en el centro de la estampa, a la pareja ideal del panteón indio: Shiva y Parvati, recubiertos por la nacarada pátina del Kitsch.

Poco importa en nombre de qué dios, pero hay que bañarse en el Ganges. A las seis de la mañana, esa convicción que otorga el fanatismo, permite encontrar transparente y fresca un agua que en realidad blanquean aún las cenizas de las incineraciones de la víspera.

Además: alquilo una de las canoas contrahechas y ahuecadas que recorren el río, junto a los ghats. Subo con mi amigo, y en medio de la corriente, tiro al agua el manuscrito, cuidadosamente mecanografiado, de una de mis novelas. El barquero atónito, en un inglés británico, voz de soprano, me pregunta si es un libro sagrado.

Previsible resultado: las aguas milenarias no aceptan mi «ofrenda». El manuscrito encartonado flota, deriva, no se hunde, y lo que es peor, se va alejando poco a poco hacia la mala orilla. Los tres, filósofo, barquero y autor rechazado, perseguimos al texto malhadado sobre las aguas y le entramos a remazos encarnizados. Hasta que se lo lleva la corriente. Hacia el delta, hacia Dios.

Tres inmersiones: por Brahma, por Shiva, por Vishnú. Detrás de los fieles y de los peldaños de piedra que llegan hasta el río, se despliega el ocre: tierra porosa, muros, madera, mimbre de los parasoles cubiertos con letras rojas; en las fachadas de los viejos palacios coloniales en ruina se repite, como una irrisión o un reverso de tanta mística, el didáctico emblema del Partido. El cielo es también ocre, de humo y de ceniza. Vuelo inmóvil de los cuervos.

Benarés no es una ciudad, sino un borde: uno de los bordes del Ganges. También, el borde de la Tierra, ya que esas aguas, se afirma, comunican directamente con el Cielo: el río es como el doble, o el reflejo, de otro río invisible, que fluye en otro espacio, en un tiempo sin tiempo, y cuya fuente coincide con la de toda posible creación, incluida esa creación de lo ilusorio que denominados realidad.

Sólo un borde es habitable; el otro, por decreto metafísico, está asimilado a la condena, a la invisibilidad. En el margen posible se acumulan casonas inglesas, de un azul pálido y descascarado, templos de monos, hogueras y barcazas; por el suelo se extienden las interminables bandas de tela que antes se han golpeado contra las rocas: franjas bermellón paralelas, naranja quemado, negro y oro, que dibujan, vistas desde lo alto, como un emblema de buen augurio antes de la inmersión ritual.

La rivera opuesta también comunica con algo invisible, con un ailleurs, pero infernal.

Por eso está siempre desierta. Al menor signo anunciador de la muerte, los reverentes la abandonan; perecer allí—por la noche sólo quedan animales enfermos, dementes e intocables—significa un atraso fatal en la inexorable progresión kármica, ante la cual toda transformación física debe representar una promoción.

El borde fasto atrae tanto como el otro rechaza: de toda la India llegan cada día miles de peregrinos, mortificados y anémicos, sedientos de esa agua que, a pesar de su persistente opacidad, es la única que lava, la única que limpia y libera. Por la noche flotan minúsculas llamas, lamparillas de aceite que entre flores marchitas y rupias, decoran las ofrendas prescritas, depositadas en inestables círculos de mimbre.

Algunos viven bajo los parasoles de la orilla, sin más posesión que un manuscrito sánscrito, unos pinceles y un tazón de cobre. Un joven saddhú, ayudado por el espejito de una motera, emprende un verdadero trabajo de copista: desde el alba, transcribe, milímetro por milímetro, en su piel, previamente cubierta de ceniza, como si fuera una página, las letras que va copiando de una tableta, madera de palma agujereada y polvorosa, ilegible, como si la última interpretación posible tuviera que pasar por la tortura de una reproducción dérmica, o como si todo cuerpo humano no tuviera acceso al sentido más que transformado en texto móvil, en la marca de un desciframiento y una inscripción.

Un poco más arriba en los peldaños, hacia la ciudad, desde hace nueve días sin interrupción, cantan, con un micrófono y un altoparlante, bajo un baldaquino en harapos, los robustos adeptos de Durga.

La diosa, de celuloide rosado, rasgos dibujados con violencia y un punto rojo en medio de la frente, agita sus múltiples brazos, cejijunta y sonriente, mientras que con el pie derecho, danzante y grácil, aplasta a un demonio enano y mofletudo, de ojos sapientos, que acepta la condena hilarante, sin dejar de soplar en su caramillo ritual.

Dos círculos de bombillitas parpadeantes, de todos los colores, aureolan a la víctima y a la displicente divinidad.

Calor del monzón. Olor a especias. Montículos piramidales, apretados con la mano, de polvo bermellón, cinabrio, violeta, amarillo mostaza, verde y blanco. En el aire denso repercuten por unos instantes y luego se apagan en el rumor de la muchedumbre los cimbalillos de uno de los dos mil templos con que cuenta Benarés, los tamborines, el estampido de un gong. Alguien llora. Los yoguis truculentos rivalizan sobre sus lechos de púas. Pasa envuelto en un brocado de plata, como una momia en sus bandeletas húmedas, un cadáver. Un mono con el rostro blanco, máscara del Khathakali, y el culo hinchado, y rojo, vuela, furioso, entre dos torres de oro. Alguien maquilla a un niño: un enorme sombrero cónico, innumerables collares de flores amarillas, para la confirmación de la casta. él devora un helado fluorescente y helicoidal.

Las tiendas son hondas y obscuras, huelen a canela. Se apilan pequeñas estatuas de madera, pulseras relumbronas, «rainbow silks», un sitar, y hasta algunos mandalas de reciente factura. Detrás está el Viswanatha, donde sólo se admite a los hindúes. La torre está chapada en oro. En el centro de la gran sala—se puede ver, retribuyendo la cortesía, desde una terraza vecina—se erige, ninguna palabra más adecuada, espléndido de fuerza, arrogante, fanfarrón casi, un lingam gigante, falo simbólico de Shiva, de donde mana toda la energía, toda posible acción.

La muchedumbre lo idolatra con tal énfasis que para el occidental apresurado el templo no es más que un antro de mal disimulada perversión. Lo abandona para seguir una carrera polvorienta, repleta de bicicletas y de vacas, la ruta que un príncipe desilusionado de la familia de los Sakia siguió, quinientos años antes de nuestra era, para llegar a Sarnath. Un árbol de la Bo, es decir, una higuera gigante, recuerda allí al árbol de Gaya, bajo el cual el Buda, cuando aún no era más que Gautama, recibió la iluminación. En una piedra ha quedado grabada una parte de ese primer sermón. Algunas palabras de apariencia muy simple, cuyo contenido pudiera resumirse en aforismos fáciles, como por ejemplo seguir en todo la «vía media» sin excesos ni defectos. El mensaje, aún vigente, es más oportuno hoy que cuando fue proferido ante cinco monjes atentos y algunas gacelas. Lo será hasta que llegue Maitreya.

Si efectivamente, Benarés no nos abandona jamás por la violencia de su color, por su proliferación incontrolable de dioses y de cosas, Sarnath, al contrario—como es lógico en el budismo—capta al visitante por su silencio, por ese vacío sin bordes que sólo vienen a limitar dos estupas, o túmulos funerarios en ruina, y los molinos de plegaria de algunos monjes tibetanos en exilio. El viento de la tarde sacude las hojas del árbol de la Bo, que los fieles recogen según caen.

Las dos ciudades, que siempre se visitan juntas y a la carrera, a diez kilómetros una de la otra, son como las dos imágenes posibles de un mismo pensamiento: el que, enmascarado por la palabra, concibe a la realidad como una pura simulación; el que, desde el principio y de modo irreversible, ha comprendido que el vacío lo atraviesa todo y que el todo perceptible no es más que su metáfora o su emanación.

1980

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