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Vértigo

En la recóndita memoria de esta alborada, me vi inmerso en un suelo etéreo, con límites inmateriales, en el que convergían las nebulosas, envolviéndome en su manto intangible, como cuatro linderos impalpables que delimitan un espacio sin fronteras aparentes. El techo, como las paredes, perdía su consistencia en la mirada atónita del soñador, que no experimentaba la curiosidad o el desapego. Atravesaba ese territorio incomprensible, carente de sonido, y mi interés no radicaba en la grandiosidad de aquel paisaje celestial, sino más bien en el desafío de no encontrar, o quizás en la voluntad de no concebir, ningún vestigio de vida en la vastedad que se extendía ante mí, en una negación profunda y absoluta de toda civilización o planeta alguno.
En un efímero instante de claridad, advíñome en las proximidades de una superficie plana de soporte, en cuya superficie reposaba un ente cuadrilíneo y metálico, que al contemplarlo de cerca, presentaba semejanza con un receptáculo, o, para expresarlo en términos más figurativos, una celda. La lámina superior de dicha entidad exhibía diminutos orificios, en los cuales pronto distingui, gracias a la presencia de clavos que yacían sobre la mesa, que los mismos se insertaban con precisión. Al contacto con el mencionado artefacto, procedí a alternar la inserción y extracción de los clavos, repetidas veces, en un ejercicio aparentemente sin fin, mientras mis ojos escudriñaban el entorno con aprensión de inquirir al vasto abismo, no obstante, no era una aprensión común, sino más bien un temor ante la eventualidad de no hallar una voz o una respuesta en el cenit de la incertidumbre.
En la confluencia de instantes, el flujo interior del pensamiento me demandó irremediablemente que me sumiera en la contemplación de alguna cosa, dado que, de otro modo, la locura se cerniría como inexorable destino. Una ulterior encomienda emitida por el estrato interno de mi ser consistió en la gestación de un ser divino, únicamente con miras a eludir la conminación impuesta por el primer dictamen.
Inmerso en las mareas fugaces de la percepción, el interrogante emergió en las profundidades de mi conciencia, un rincón donde la incertidumbre y la duda se entrelazan, cuestionando con ambigüedad si alguna entidad, en la vastedad del tiempo y el espacio, había arribado jamás a los umbrales de esta misma localidad.
Verdaderamente, me debato en la confusión de si aquello fue mera quimera, una proyección reinante en el mismo enclave, o más bien, un episodio nuevo en el seno del idéntico ensoñamiento. Pero, ¿qué distinción subsiste, se preguntará usted? Con presteza, me sumergí en una carrera desenfrenada a través de un intervalo temporal que abrazaba los postulados darwinianos con cierta sensatez, y en ese periplo, me vi transmutado en un antepasado simiesco. Sin embargo, dicha aceleración propició que atravesara etapas a velocidad pasmosa, hasta alcanzar el prólogo del hombre que hoy conocemos. Fue así que me convertí en un simio errante, recorriendo un esplendoroso campo de verde pastizal luminoso, mientras mi mirada escrutaba el clima y el horizonte solar. Y antes de que cualquier pensamiento germinara en mi mente, una difusa proyección me asaltó, no solo la del cubo o celda de la mesa, sino también la de una entidad insólita, ubicada en aquel punto inaprensible, entidad que hundía y retiraba los clavos a su arbitrio, quizá a una distancia equidistante o remota, sin que nada pudiera discernirlo.

Fuera la luna mas pequeña o mas grande, no existiríamos.

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