Él es tan bonito, que no le silban por la calle, a él le tararean canciones de amor. Deberías verlo, porque en este intento, la poesía no alcanza su belleza. Él y yo sabemos que da igual lo que escriba, no abarco su atractivo, no rozo su silueta.
Hablar de su presencia es como pretender hablar del sol, poniendo como ejemplo una bombilla. Como en un triste charco de domingo seis, querer reproducir toda la lluvia.
Deberías verlo, caminar como si en su reloj siempre fueran menos cinco y cada paso adelante conllevara un atajo. Como si el equilibrio estuviera enamorado de la suela de sus zapatos y dejara a los bordillos tras su ausencia borrachos de nostalgia y abandono, y es que yo he sido su bordillo tantas veces que sé muy bien de lo que hablo.
Sus manos son pequeñas y sus dedos alargados, pero aún así le cabe en una palma mi existencia. Sus yemas son diez naúfragos heridos y la isla es una curva de mi espalda.
Su pelo es casi negro, y digo casi, porque nunca una oscuridad ha brillado tanto. Su boca es casi dulce, y digo casi, porque yo sé que un adiós me sabrá amargo.
Deberías verlo, verlo sonreír como quien deja de propina un billete grande; conseguir con la amplitud de su presencia que también la próxima estrella que muera lleve su nombre; sonrojar con tres palabras de ternura al demonio que me habita aquí en el pecho.
Verlo, floreciendo como una hortensia en los adoquines de un río, bailando casi desnudo canciones aleatorias de la radio, buscando enfadado las llaves de la casa en el bolso, mientras yo y mi vida en su bolsillo; la luna en los talones. Deberías verlo quejándose frente al espejo de la mentira de su rostro dormido, lamiendo una cuchara con merengue hasta pervertir su reflejo y mi memoria.
Es que tú deberías verlo reírse y volver a reírse; equivocarse de día, de mes, de año. Verle desestimar la vida. Llegar tarde, que perdón y orgasmos, detrás un beso, sean sinónimos y mi nombre un adjetivo.
Deberías verlo, en serio, llorar por la muerte de un cocodrilo en el Tárcoles, salvar a una abejita del peso de mi pie, robarme la almohada cuando ya me he dormido, volver a la infancia en un solo relámpago y que un abrazo le baste para espantar nuestros fantasmas.
Deberías verlo, aunque eso conlleve que después ya no puedas olvidarlo.
Yo lo he visto, con mis ojos, besando el marco de la ventana en el tercer cuarto a la derecha. Le he visto dibujar el atardecer con la boca y pintar el sol con el anular.
Le he visto en la vulnerabilidad de su atril caballete de pintura artística, soplando con anhelo para que se quede el óleo del reflejo del mar.
Deberías verlo como yo lo he visto, en el esplendor de su autenticidad, en su personalidad de niño, en su madurez de veinte y tantos. Yo lo he visto quererme en la desnudez de mi abrazo, buscarme los omóplatos, implantarme la huella en la cadera.
Desearía yo verle para siempre, no caer en los ensayos de la ceguera.