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De regreso (De Un paseo por Europa)

Al llegar a Cuba en julio del 90 me invadió la más triste de las nostalgias. ¡Nostalgia a la inversa; nostalgia en la patria y junto a la familia después de tres años largos de ausencia! Era la nostalgia de la libertad y del progreso, del orden y la policía. Me encontré con un pueblo desfallecido que deja caer en ruinas sus ciudades; que, con la indiferencia que da la costumbre, ve abiertas e invadiéndolo todo, las fuentes del vicio, y que parece no tener ya fuerzas más que para clamar contra el gobierno a cada nuevo infortunio, venga de donde viniere.

Harta responsabilidad cabe a la Metrópoli, hartos negros son los cargos que deben hacérsele. Ella nos trajo la esclavitud; ella resistió cuanto posible fue a extinguirla; ella descuidó mañosamente nuestra cultura; ella da constante preferencia a los últimos que envía, como si se tratara de plantas exóticas que a la segunda generación comenzaran a decaer hasta dar en el raquitismo; ella, por el poco tino en elegir sus hombres, nos ha acostumbrado al fraude en la administración y al despotismo en el gobierno; ella se niega obstinadamente a reconocer a este país la mayoría de edad, para tenerle maniatado en todos conceptos, sin que pueda dar incremento a los veneros de riqueza con que cuenta, ni puedan brillar como estadistas, como diplomáticos, como hacendistas, ni siquiera como sabios, ni como historiadores, sirviendo a la patria y enalteciéndola, los hombres que aquí nacen con talentos y virtudes dignos de ese galardón; ella hace pesar su mano hasta en los asuntos provinciales y municipales, maleándolo todo. Pero en aquello poco que está exento de su influjo directo, ¿por qué culparla, concediéndole así injerencia en lo que no le compete, como si aún nos hiciera falta su tutelar dirección para las cosas más nimias o más íntimas? ¿Qué le importan nuestras miserias a la apartada Metrópoli? Harto tiene con las suyas, sobre que es necio en sumo grado pedir a otro que se interese por uno más que uno mismo. Y si en eso poco que nos incumbe no nos mostramos muy dignos y muy expertos y muy activos, exentos enteramente de todo contagio, ¿qué fuerza puede tener el clamor con que se increpa al Estado?

Soñamos aquí con remedar el buen tono francés, manía que tiene ya mucho de ridícula, y no procuramos imitar el buen sentido francés, del que aquél no viene a ser más que la floración. Deliramos con ser libres a la americana, y si aquí se alzara un Franklin a predicarnos moralidad y economía, orden y sencillez, individualidad que a sí misma se baste, todo aquello en que se afirmó y se afirma aún el modo de ser que tanta y, hasta ahora, tan estéril envidia nos causa; en vez de acatarle y seguir sus consejos, nos le reiríamos en sus barbas diciendo que todo eso es cursi con ribetes de plebeyo, que son cosas de catecismo aprendidas en la escuela y que de puro sabidas, se tienen ya olvidadas.

Pues por eso, porque se tienen olvidadas, es preciso recordarlas. La humanidad se renueva incesantemente, y perenne debe ser la lección moral. No puede ser libre ni dichosa una sociedad viciada o siquiera despreocupada.

El libro y el periódico, la literatura en todas sus manifestaciones, es después del ejemplo en el hogar y la enseñanza en la escuela, el medio más eficaz de perfeccionamiento social. No dejemos, pues, que se pervierta la nuestra rumiando obscenidades y crímenes. El crimen y el vicio, las pasiones en todas sus violencias, han sido siempre magníficos elementos para el drama y la novela, el poema y el romance; pero tras de la obra en donde la sangre corre y el libertinaje se desenfrena, debe siempre verse al autor como en un pedestal; no encenegado en los excesos que va describiendo y dándose cínicamente en lastimoso espectáculo, no indiferente a las fechorías del puñal por avezado a escucharlas, no excitando a sabiendas apetitos brutales, no despertando la emulación del bandidaje, ganoso del lucro más que del bien de las masas populares. Aquel procedimiento es grande y regenerador. El otro es pequeño e infeccioso. Para el conocimiento público de los hechos punibles, para prevenir en lo posible abusos de jueces y de letrados, basta con algo más que el juicio oral; pero es terriblemente peligroso ese constante esparcir entre el pueblo olor de carnicería y de patíbulo, baladronadas de infames, intimidades de hogares corrompidos y efigies bestiales. Arrancad la máscara al hombre vil ante la justicia y ante la sociedad; mas no le desgarréis los vestidos para mostrarle a todos en su espantosa desnudez, no le arañéis las carnes, no mordáis en ellas para poner de manifiesto las putrefactas entrañas. Si es moda de la época, tened la independencia y la sensatez de no adoptar esa moda, poco misericordiosa respecto a los delincuentes, inicua para con sus familias, temeraria con relación al pueblo. Y, si es que hemos de imitar siempre, no faltan ejemplos buenos. En las penitenciarías de los Estados Unidos se encuentran a cada paso carteles advirtiendo a los visitantes que no fijen la mirada en los penados. Si la prensa, que es lugar culminante e inundado de luz, alterna sus nobles destinos con el de afrentosa picota, llegará un día en que se avergüencen de subir a sus codiciadas alturas los hombres de limpia historia, por temor de verse, como Cristo, entre dos ladrones y que la apoteosis se les convierta en crucifixión de su dignidad.

Se ha comenzado por decir que lo útil no es necesario en literatura, y se acabará por aseverar que es censurable, o por lo menos, necio. Es que la moral se nos cae a pedazos, y se presiente ya el momento en que la verdad—la hermosísima verdad—, la templanza, el respeto filial, el honor, la lealtad conyugal, todas esas excelencias que la palabra justicia resume, y hasta el patriotismo que de ellas se nutre y que siempre ha sido entre nosotros lo más venerado, lo más grande; todas esas virtudes que penosa y asiduamente han ido labrándose en el corazón del hombre desde que éste dejó de confundirse con el bruto, serán befadas y se mirará con risa o con lástima al que tenga la candidez de ejercerlas.

¡Oh adolescentes cubanos, que en tan peligroso centro de vida comenzáis la vuestra, en los momentos históricos precisamente en que la patria os necesita más austeros! La virilidad no consiste, como en vuestros pocos años pensáis, en hacer todo lo que otro hombre haga; la verdadera entereza estriba en no avergonzarse de ser virtuosos y morigerados. No os dejéis corromper por el ejemplo. En la vida política—restringida aquí a dar un voto—, perded todas las elecciones y no cometáis el fraude electoral; en la guerra—si os llega esa eventualidad—, sufrid derrota tras derrota antes que degradaros con vilezas o con sanguinarios ensañamientos; en la vida privada y en la vida pública, sed puros. El pueblo que así procede, reporta al cabo todas las victorias. No anheléis dicha que no hayáis merecido, que no sea obra vuestra. Antes que mendigos afortunados, procurad ser trabajadores bien retribuidos.

Bien sé que hay osadía en hablar de este modo, que me expongo al ridículo por sermonear vejeces y al desvío de muchos. No importa. El que escribe debe la verdad a los que se dignen leerle, y el que ama a la patria, le debe todos los sacrificios.

Guanabacoa, 14 de marzo 1891

Escritos de Aurelia Castillo de González. La Habana, Imprenta El Siglo XX, 1913, Vol.II, pp.375-379.

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