I
Un raro proyecto animaba las tardes de este invierno al núbil Anaximandro, absorto sobre la crin de un caballo blanco llevaba consigo la inclinación del zodiaco.
Buscó el camino de los hornos y se detuvo a contemplar los peces, entre la observación y la blasfemia pasó largas horas. Ante la inquisitiva mirada, brotó del vientre de un pez el sexo de una niña; desde entonces la llevó encima de sus pechos, con raíces de heno fresco alimentó todas sus carencias, entre baños de tibia leche fue creciendo.
Embestida por el viento sedujo al joven sabio que, incapaz de violentar el espectáculo, adoraba con la punta de los dedos los senos de la amante.
Sigilosamente, como quien arma un laberinto, le fue nombrando mares y serpientes que aluden los ritos delirantes de la dama. Como un animal hundiéndose en el fuego sostuvo impasible su coraje, para situar en el umbral de la caverna su otro nacimiento.
Este principio aseveraba lo ya enunciado por él: todo era infinito ante la sensibilidad casi excéntrica de aquella joven, demostrándole que el origen del caos está en el éxtasis.
II
Era yo quien conquistaba
los ahogados sueños del mandrita.
Me dio su piel
y una bola de cristal con una estrella dentro.
Semejante a la zozobra de un barco
en la bahía
mi cuerpo extendido llegó sin prisa
hacia el esplendor ignoto de sus ojos.
Iniciamos el amor sobre las piedras
mientras la sangre del potro
brillaba en la montura.
III
Estoy entre las hermosas piernas de Anaximandro, sereno unge las entrañas de mi sexo; me sostengo como una reina demente que pasa a ser gobernada. Murmuro canciones de vida y de muerte. Hubiese querido ser un cuerpo perdurable, sometido a las caricias más procaces o un lirio cortado por los dientes de una bestia.