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Siete noches: Epílogo

Las conferencias que, revisadas y con el título de Siete noches se reúnen en este volumen, fueron ofrecidas por Jorge Luis Borges en el teatro Coliseo de Buenos Aires en 1977: La Comedia, La pesadilla y Las mil y una noches el 1, el 15 y el 22 de junio, El budismo, La poesía y La cabala el 6, el 13 y el 26 de julio, y La ceguera el 3 de agosto. El tema de la sexta fue decidido las vísperas, pues Borges desistió a último momento de hablar de los gnósticos de Alejandría, como había sido anunciado. Las siete integran el ciclo más extenso debido hasta ahora al autor de El libro de arena.
El público se ha ido acostumbrando a oír a Borges en los últimos años. Sus pasos son seguidos por la prensa escrita y oral, los periodistas no se dan tregua para pedirle su opinión sobre los asuntos más disímiles, la televisión prodiga su imagen y su palabra. No hay registro de todo lo que se ha escrito y escribe sobre él y sería inútil intentarlo. Expresiones suyas han ingresado en el habla popular y cotidiana de su pueblo. En Buenos Aires, y no sólo en Buenos Aires, no puede salir a la calle sin que a cada momento lo detengan personas de toda clase para saludarlo, incluyendo a las que nunca lo han leído, (“No me saludan a mi, saludan a un señor que se parece a otro cuya fotografía vieron en una revista.”) Quien hace más de cincuenta años se definió “mero escritor de la mera República Argentina” (en su singular ensayo sobre los traductores de Las mil y una noches) es hoy uno de los maestros de la literatura cuyo rostro más se difunde en todas las latitudes. El rostro austero de un ciego de ochenta años.
Borges dio su primera conferencia, venciendo enormes timideces, allá por 1945 o 1946. Fue en el Colegio Libre de Estudios Superiores, memorable institución privada que se honró en la defensa de los derechos de la cultura y los deberes de la libertad. Flamante desocupado por obra y gracia del gobierno peronista—que lo privó de una modesta ayudantía en una biblioteca de barrio—, Borges era entonces, además, el reciente autor de Ficciones (1944), libro capital en la historia de la narrativa en lengua española que en pocos años dejaría huella profunda en muchas literaturas e idiomas. (También era el futuro director de la Biblioteca Nacional, 1955-1973.) La primera edición de Ficciones tardó en agotarse, lo mismo que la primera de El aleph (1949), pero ambos libros hicieron que la crítica europea comenzara a considerar a su autor uno de los escritores vivientes más importantes. La dilatada geografía y la sorprendente cantidad de idiomas que hoy acatan su genio y celebran su originalidad tal vez no permitan al lector imaginar cómo fue su primera conferencia. Poco faltó para que se pareciera a un acto clandestino; en su espesa ignorancia, las autoridades destacaron a un agente de policía uniformado para que vigilara quién sabe qué innobles desbordes de oratoria subversiva. Borges habló de la poesía de Wordsworth y se hizo espacio para recordar la rosa de Colerídge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?”, admirable juego detrás del cual está “la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor” y que tiene “la integridad y la unidad de un terminus ad quem”, según puede leerse en Otras inquisiciones. Fue la primera vez que lo vi. Habló lentamente, con muchas vacilaciones, en voz baja; todo el tiempo mantuvo las manos unidas en actitud de orante. “Seguro que estaba rogando para que no se desplomara el techo”, me comentó hace poco, cuando le recordé aquella remota tarde de hace siete lutros. “La verdad es que estaba aterrado”, agregó. Desde entonces muchas aguas han corrido, Borges ha dado, según él, “demasiadas” conferencias, pero la nerviosidad previa sigue dominándolo, al igual que al más consumado y veterano concertista le ocurre en los minutos que preceden al recital. Hoy, aunque infatigable para cruzar océanos y continentes, prefiere para sus escasas presentaciones en público el diálogo con un amigo a la exposición solitaria.

De sus conferencias de 1977 se hizo registro en cintas magnetofónicas, bastante defectuoso; de esas cintas se tomó material para publicar en siete suplementos especiales de un diario porteño otras tantas versiones, con cortes arbitrarios, errores de transcripción y exceso de erratas. Hubo, además, no sé qué número de discos que salieron a la venta. En los días previos a cada conferencia conversé con Borges sobre los temas inmediatos y le leí textos que él recuerda puntualmente pero aun así quiso repasar y comentar; debo agregar que se hallaba en un período de mala salud y ánimo depresivo. Le desagradó, por otra parte, la soledad a que lo obligaron las vastas dimensiones del escenario y la lejanía del público. Todos necesitamos de la inmediatez del calor humano cuando damos una charla y esta necesidad debe de ser mayor en un ciego. Sea de ello lo que fuere, quedó muy disconforme con sus exposiciones; y si autorizó la publicación en diario y el disco comercial, ello fue porque los promotores del ciclo adujeron apremio económico. Pero se negó a oír los registros y las versiones escritas, no admitió ningún pago adicional y dio a entender que prefería no hablar más del asunto.

Así las cosas, cuando en 1979 José Luis Martínez me pidió que consultara con Borges la posibilidad de reunir en un volumen para el Fondo de Cultura Económica las siete conferencias, le expuse lo que antecede y le manifesté mis dudas sobre el éxito de la gestión. Con todo, convine en hacerla. Para mi agradable sorpresa, Borges aceptó, a condición de someter a revisión lo publicado. Así lo informé a José Luis y poco después empezamos la tarea.

Excepto el ejemplar de Obras completas que su madre Leonor Acevedo conservó junto a su cabecera hasta morir a los noventa y nueve años, ejemplar que ahora nadie toca, no hay en casa de Borges ningún libro suyo. Considera que es de mal gusto e intolerable vanidad mezclar volúmenes “sin importancia’’ con los que ama y respeta. De ese rigor no se salvan los libros de sus amigos. En su biblioteca, espejo de sí mismo como lo fue de Montaigne, hay pocos autores de lengua española: Quevedo, Gracián, Cervantes, Garcilaso, San Juan, fray Luis, Saavedra Fajardo, Sarmiento, Groussac, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña. Los ejemplares que le llegan de sus ediciones en español o traducidas los regala de inmediato. Debo a esa escandalosa modestia el tener obras suyas en sueco, noruego,, danés, inglés, francés, italiano, portugués, japonés, hebreo, farsí, griego, eslovaco, polaco, alemán, árabe, etc. ¿Cómo suponer que haya en su domicilio recortes de periódico? De manera que el buen principio para revisar los textos de las conferencias fue conseguir ejemplares de los suplementos del diario, fotocopiarlos, cortar las fotocopias en columnas y pegarlas en hojas en blanco. Lo segundo, salvar las erratas, corregir los errores de transcripción, confrontar las citas, eliminar sin contemplaciones todas las muletillas propias de una exposición oral. Hecho lo cual, leerle el resultado.

Desde hace años conozco la implacable responsabilidad de Borges para revisar y corregir sus escritos. En esta oportunidad, no dejó frase en píe. Una y otra vez, cinco, seis, siete veces debí leerle cada párrafo, cada oración, dos o tres cada conferencia. Quitó mucho, casi no agregó nada, todo lo transformó, respetando escrupulosamente la idea original, pues en modo alguno cayó en la tentación de hacer “otro libro” del que surgía de las conferencias. Trabajar con Borges es experiencia invalorable, lección suprema de probidad intelectual, ejercicio constante de modestia y lucidez. Persigue la expresión justa, el vocablo preciso con admirable paciencia, por momentos con ligera irritación, y todo el tiempo ilumina su rostro una sonrisa beatífica. Concentrado intensamente en la tarea, no le parece una digresión dedicar media hora a la posible etimología de una palabra que acaso no va a emplear, porque su respeto por la lenta acumulación de los siglos, en la aventura creadora, y su inextinguible curiosidad, son la clave de su fervor siempre joven.

Los de este libro son algunos de los grandes temas que han apasionado a Borges; el buen lector recordará ensayos, cuentos y poemas que han enriquecido a nuestros días y que testimonian ese ahínco a lo largo de casi sesenta años. Desde niño, Borges supo que su destino estaba en la literatura, primero como lector, después como escritor. Supo que lo aguardaban en el tiempo y el espacio la refutación del tiempo y el espacio, y, por modo parejo, los espejos y los laberintos, las bibliotecas y los sueños, la noche y la vereda de enfrente, el aljibe y el astrolabio, la teología y los signos lacónicos del álgebra, la sombra y los confines trémulos, el azar, los mitos, los arrabales, la muerte y “la otra sombra”, los cuchilleros y el sabor del café, las guitarras, el tango y la metafísica, el Oriente y el Occidente, lo nórdico y el Sur, De Quincey y Macedonio Fernández, Hilario Ascasubi y Omar Jaiam, los sonetos de Quevedo y la prosa de Alfonso Reyes, “la frescura del agua en la garganta”, los arquetipos, la cifra, Dios—el inescrutable e inefable rostro de Dios—, la palabra, la batalla, la modestia y la eternidad, el “mundo de polvo y de jazmines” y “esa suerte / de cuarta dimensión, que es la memoria”. También, la Comedia, la pesadilla, Las mil y una noches, el budismo, la poesía, la cabala y la ceguera. A la ceguera la aguardó desde niño: varios de sus antepasados murieron ciegos; su padre, un agudo y cortés profesor de psicología, agnóstico de insólita cultura que le enseñó mitos y problemas metafísicos narrándoselos a manera de sencillos “ejemplos” y que lo llevó a Ginebra cuando tenía quince años porque quiso hacer de él un ciudadano del mundo, murió “sonriente y ciego”.

Terminada la tarea y puesto el título, Borges me dijo: “No está mal; me parece que sobre temas que tanto me han obsesionado, este libro es mi testamento”.

ROY BARTHOLOMEW

Adrogué, 12 de febrero de 1980.

Siete noches, de. Jorge Luis Borges, se acabó de imprimir el día 30 de agosto de 1980 en los talleres de Editorial Meló, S. A., Av. Ano de Juárez 226, Local D, Colonia Granjas San Antonio, México 13, D. F. Se imprimieron 5 000 ejemplares y en su composición se emplearon tipos Garamond de 14 y Baskerville de 12: H puntos. La edición estuvo al cuidado de José C. Vázquez.

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