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Encomio del pintor

Querido, el falso color esparce su tono chillón por doquier.
Ni sorprende la Verdad ni nadie confía en pintarla.
Tú, retirado en menuda aldea boscosa, gastas tus horas
en constatar el azul de una nube, el imperio de un bullicioso
silencio en ese trazo de exquisita caligrafía. Lees historiadores
y poetas en la galería acristalada, frente a una iglesia del s. XIV:
bajo la gloriosa monotonía de las estrellas sientes la mutación
de las cosas terrenales, su vanidad, pero también su plenitud;
tus semejantes nada te comprenden. Si un artista viera como
la gente ordinaria dejaría de ser artista. La Ciencia gime
en el Exilio. La Musa obedece al Poder. Todo acaba en Noche.
 
El Arte se arrastra a la Gran Negligencia (me cuentan que en las
Escuelas no enseñan dibujo sino cómo emborracharse antes de
las entrevistas, no estudian a Cossa o Giotto sino la escrófula
del tintado de los tebeos o las leyes que rigen el mercado)
¿Amar solamente la pureza del arte? El camino es lodoso.
Tinieblas hediondas nos rodean. Amigo, los años de Estudio
se infantilizan, la Disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia,
las Bellas Artes y el lenguaje se abandonan, el idioma y
su retórica son gradualmente descuidados, casi abrumadora,
completamente desconocidos. Las gestas del pasado no pueden
ni alimentar más de dos segundos de conversación. No está
de moda ser culto o bien inteligente. Y la escritura
se ha reducido a un acto similar al de imprimir papel moneda.
El Arte regala solo Ruinas. El Arte ofrece solo Ruinas.
Odoacro depone a Augústulo. Aquí hueste del Sultán Mehmet II.
 
Quédate en tu gabinete, bajo el lucernario, examinando la fruta
del esbozado bodegón. Ama el quieto ritmo saudoso de la Luna.
Nadie entiende nada. Tú pintas poco porque pintas para mucho
tiempo. Amigo, honor y gloria. Tu casa arcaica legisla lo más
actual: la fuerza del mar. El pasar y vuelo del águila en la mente.

Yo pertenezco a la burguesía propietaria culta. A diferencia de la aristocracia sus élites no se fundaban en el principio de la sangre, sino en el acomodo de un cierto principio de riqueza y en la laboriosidad educativa. Éramos los creadores de las élites y profesiones culturalmente creativas, y el nivel medio nunca se abajaba hasta una mediocridad embarazosa y vil (a la par que la mayoría uníamos -o deseábamos aunar- la cultura cristiana y la cultura europea) Fuimos la última estirpe de los patricios.

Los libros y el arte glosaban a otros libros y a otras obras de arte, en una nutricia y fertilísima -espléndida- conversación literaria y artística. Observo obstáculos en esta forma de formación de las élites desde el establecimiento mismo (digamos que principios de los años cincuenta) de una cultura igualitaria popular y anti-elitista; observo también que en estos tiempos populares e informales sectores cada vez más amplios de la población toman parte en las actividades culturales degradándolas.

Ahora vemos por doquier embaucos o timos de pillos pintores que no saben pintar ni componer, cantantes refractarios al arte del canto, periodistas amarillistas que no tienen ni pajolera idea de preguntar o de escuchar, escritores grafómanos obsesivos pero que no se les ocurre la idea elemental de abrir un libro para leerlo o estudiarlo, gentes insensibles a la conversación profunda, el análisis intelectual, o la emoción cultivada, pero que son o se creen artistas debido a la peste posmoderna -de origen romántico- que afirma que el arte solo consiste en «expresarse» (seas o no un analfabeto sideral y sea lo que sea que signifique el brumoso término «expresión»)

Pese a que yo me considero un mero amateur o «dilettante» (culturalmente mis lagunas son como cráteres lunares profundísimos), me preocupo en estrechar en la medida de mis fuerzas la familiaridad con la vastísima acumulación de saberes del pasado. Mis papás refinaron mis modales, mi clase burguesa me proveyó de urbanidad y civismo (aunque propendo a veces a ciertos excesos contraculturales, heterodoxos o lunáticos) La cultura, claro, es un perenne esfuerzo premeditado de perfección, la única forma de avance frente a las mazas, la caverna platónica y la barbarie. La vanidad o pedantería son peligros relativos, pero alguien ciertamente culto no incomoda nunca a su interlocutor tenga la clase social que tenga y sea todo un ignorante o un medio-letrado. Pero si antes las élites hacendadas eran la salvaguarda de la cultura, ahora la verdadera lacra es el «homo videns» o el «homo technologicus» tontísimo, pero que muy tontísimo, junto a la caterva ridícula e inane o bochornosa de pseudo-artistas.

Aturdidas criaturas sin dudas y con lenguaje sin reflexión o cohesión, que se mueven por el brillo pulimentado del mundo como semi-autómatas. La hondura eterna no ronda ni orbita por esas mentes pueriles. El credo de las preguntas obstinadas e insidiosas se borra o desaparece de su escenario mental. Los pensamientos y la sensibilidad yacen demasiado hondos, caídos en grutas sin casi aire.

En una obra de 1987 escribió Finkielkraut (cuya tesis era que cuando el odio a la cultura pasa a su vez a ser cultural, la vida guiada por el intelecto pierde toda relevancia, visibilidad o significación), escribía -decía- el filósofo francés: «Siempre que lleve la firma de un gran diseñador, unos zapatos equivalen a Shakespeare, una historieta con una intriga palpitante equivale a una novela de Nabokov, lo que leen las lolitas equivale a Lolita, una frase publicitaria eficaz equivale a un poema de Apollinaire, un ritmo de rock a la melodía de Mozart, un bonito partido de fútbol al más selecto ballet, un gran modisto a Picasso, Manet o Miguel Ángel, un clip, cualquier vulgar single o un spot equivalen a Verdi o Wagner. El futbolista y el soberbio coreógrafo, el gran escritor y el publicista, el sublime músico y el rockero son creadores con idénticos derechos. Hay que terminar con el prejuicio que reserva la cualidad para unos pocos y que suma a los restantes en las subcultura»

Corre paralela a la voluntad de humillar a Shakespeare la de ennoblecer al zapatero. Corre paralela a la voluntad de humillar a Talleyrand y Richelieu la de ensalzar a Sánchez e Iglesias. Establecer jerarquías y distinguir «quantitas» ayunas de calidad, de «qualitas» intocables y definitivas, no creer que TODAS las prácticas culturales son GRANDES creaciones de la humanidad, es -ya es- el pensamiento de un vesánico u orate perturbado. Bárbara Cartland vale lo que Flaubert, y, por ser más popular, merece estudiarse en las Universidades y orillar al obsesivo estilista francés tan aburrido.

El arte debe apartarse y huir urgentemente de Shakespeare y acercarse lo más posible a los parlamentos intelectuales de Messi o a las bufonadas de Tik Tok. Todo lo que sobrevive debe hacerlo en la forma más liviana y hedonista posible (Horacio acabará en forma de cómic y videojuego, no lo duden) El futuro es (el presente es) de Mickey Mouse y Shakira, de Los Pitufos y Sálvame, créanme.

Cuando Finkielkraut escribió su ensayo (un ajuste de cuentas al posmodernismo de moda) no existían Google, Pinterest, Tik Tok, Twitter, Pornhub, Smartphones, Wikipedia, Netflix, Reggaetón, Whatsapp, etcétera, casi él solo conocía la televisión, los coches, la nevera y la tostadora. Existe una incompatibilidad irreconciliable entre esos mecanismos tecnológicos y la verdadera creatividad cultural, agravándose la metástasis anti-intelectual señalada por el pensador francés hasta límites que rozan la auto-parodia.

El amor no pertenece ya a la retórica y la retórica pertenece sepultada en la urna de los muertos, la felicidad personal se descentra de los libros y se centra en «telefoninos» 5 G, la etiqueta y el autocontrol no regulan el trato sino la violencia soterrada y el botellón potatorio.

¿Se romperá el cable del ascensor y todos los pasajeros caeremos al abismo? Yo creo que YA casi bordeamos el abismo, sino vivimos en él de pleno. Creo con inusitada (¿irreal?) convicción que vivimos una civilización papuda, decadente y zancuda. Preferiría ser un aristócrata de la corte de Luis XIV que un adolescente bobo que idolatra a una estrella del pop mema o se pasa todo el santo día jugando con su consola o colgando fotos intrascendentes en Instagram.

Prefiero oír a Casanova conversando con Benedicto XIV o Clemente III, con la emperatriz María Teresa o con Luis XV, con Madame Pompadour, Voltaire, o con el Doctor Johnson, Winckelmann y Mozart, que arrellanarme acéfalo ante el televisor o la radio escuchando retransmisiones futboleras o noticias deportivas.

Leemos en Mateo 5, 48. «Estote ergo vos perfeci!» (Sed, pues, perfectos) Las élites burguesas hacendadas cultas creaban esa perfección. El proletariado artístico la destruye. Esa perfección armoniosa se ha diluido como un azucarillo con la cultura coetánea moderna. ¿Ha perdido la humanidad la capacidad de vivir con ideas abstractas o serias? Tocqueville ya habló profético de «la hipocresía de la molicie» Se está creando una Era Glacial Tecnológica que presumo durará varios siglos (si se me permite ser vanamente profético). Baudeliare todavía creía en el éxito y presentó por eso su candidatura a la Academia. Yo tan solo me conformo con inspeccionar apacibles nieblas y tímidos cirros. Yo solo me impongo a mí mismo el primitivismo de los bosques y la metalurgia del silencio.

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