Para acariciar tu rostro
hay que sucumbir primero
al encanto del veneno
que te mata dulce y lento.
Para acariciar tus manos
es preciso vencer el miedo
a la evasión desaforada y
al divorcio de los dedos.
Para sobrevivir al contacto
de esos labios y esa lengua
hay que morir antes
para saber si vale el cielo.
Y para acumularse a tu cuerpo
nada más digno que tatuarte
en cada parcela de terciopelo
largo e hiriente, un beso…