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Prólogo

Marthita

(El dolor traspasa el alma de esta familia, un dolor dulce mezclado con bondad)

Hay que ser muy fuerte para poder vivir con miedo, hay que ser muy valiente para privarse de todo con tal de que no duela, de que no lastime, de que no vuelva a quemar, a quebrarse porque no sabía si aguantaría o si quería aguantar. Ese verbo, doler, dolor, culpar, culpable, cuidar, cuidarme, cuidarnos. Y no era que no le gustara vivir, solo que le tenía miedo, un miedo paralizante. Siempre le tuvo miedo a todo, su vida fue guiada por el instinto de sobrevivir. Le pasó lo que el miedo le permitía que pase.

Vive con culpa por su hermano, por su novio, por su madre, por su hermana, por quienes tenía cerca. Nunca hizo nada malo, pero hazle entender eso a una mujer a la que le enseñaron desde siempre a negarse a todo placer, a quien le hicieron creer que ese placer traía castigo y dolor. Y no me mal-entiendan, fue la mejor madre y abuela, pero nunca se dejó ser mujer, ser humana, ser ella. Le gustaba la matemática, las novelas y leer. Le gustaban los chicos del barrio (solo los más guapos) y era una belleza (lo será siempre).

Su madre era extrovertida y un poco más intrépida, imborrable en la memoria de nuestras células. Su nacimiento dio luz a la vida y muerte de tantos amores.

Últimamente ya no comía, se negaba a que el dolor consuma sus entrañas como lo hizo dos años atrás con su alma. Antes, encontraba todavía aunque sea una pizca de alegraría y hoy, esa pizca ya no existe. Marthita murió con su hijo y  no lograba asimilar que se haya ido.

Mi tío era alegre cuando estaba con familia y amigos y sombrío cuando estaba a solas. La psicología, la familia que no pudo formar, el trabajo, sus demonios, sus vicios lo seguían dejando un rastro de soledad continua.

Una maldición se cierne sobre las cabezas de los hijos de la abuela de Marthita. Cada vez que se menciona esta palabra, un escalofrío, una mezcla de dureza, incomodidad y defensiva se activan en mi cerebro y siento una empatía inexplicable y, al mismo tiempo, inexorable  con Clarita y su madre. Dicen que la madre de mi tatarabuela maldijo a sus hijos hombres porque ella se casó con un indeseable para esa familia. Y desde ese entonces el destino de los hombres de la familia ha sido cruel y, por demás injusto. Empezando por mi el hermano de Clara (sostén de su familia materna) que murió porque no aguantó que su sobrino favorito se haya caído de un piso alto que lo dejó mal de por vida. Siguiendo por el episodio apenas contado de Patricio y el nacimiento de Raúlito (mi don Raúl) que nació sordo, mudo y con la un porcentaje de vista bajo porque Clarita, sin saber de reciente embarazo, pidió que le administren penicilina para su fuerte dolor de vesícula (mal que la acompañó hasta su muerte).

Y este es solo el comienzo de la existencia que hoy duelo y disfruto a partes casi iguales. Este capítulo pertenece a mi la parte de mi alma que me dejó muy rápido, la mujer fuerte que me dio todo y me hace tanta falta.

Martha Eulalia Guerra Cárdenas nació el 28 de septiembre del 48. Era una bebé sana y preciosa nacida en una familia de clase trabajadora. Tenía dos cumpleaños porque la registraron en octubre y ella decía que mejor para así tener una edad determinada por más tiempo. Odiaba decir su edad. Se negaba a envejecer. Creció con pocos recursos y cuando tenía apenas 8 años su hermanito menor tuvo un accidente cuando estaban juntos del que ella no tuvo la culpa. Sin embargo su irresponsable padre la culpó para librarse él mismo de su negligencia. Y es hecho la dejó traumada de por vida.

Marthita cuidaba lo suyo y a los suyos. Amaba su casa porque para ella era difícil concebir que un pedacito de tierra le perteneciese. Iba a la escuela pública y se sentía orgullosa de eso. Pero no comía bien, ella era la tercera de 4 hermanos y, como su madre se divorció, su padre como todo buen hombre de esa época, pasaba muy poco dinero a sus hijos dos de ellos discapacitados. Por lo tanto, Marthita solo tomaba un café antes de ir a la escuela. Esto derivó en una anemia fuerte. Me contaba:
—Mijita, cuando me dio anemia sentía que me jalaban de la cabeza.

Eres mi alma
Esta melodía me recuerda tu sonrisa
Tiempos pasados envuelven mi aura
Como si de tu esencia se tratara
Mi amor, mi vida
No me alcanza la existencia para describirte
No me alcanza el tiempo para volver a vislumbraste
Lo único que sé que este amor no se irá a ninguna parte

Te amo, Marthita

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