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Requiem I, II y III

I

Como un centinela helado pregunto: ¿quién se esconde en el tiempo y me mira?

Algo pasa temblando, algo estremece el follaje de la noche, el sueño

errante afina mis sentidos, el oído mortal escucha el quejido del perro de los campos.

Mirad al que empuja el árbol sahumado y se fatiga y derrama blancos

cabellos, parece un vivo.

Pero no responde nadie sino mi corazón que tiran

reciamente con una

larga soga.

Nadie, sino el musgo que sigue creciendo y cubre las puertas.

Tal vez las almas desprendidas anden en busca de moradas nuevas.

Pero no hay nadie visible, sino la noche que a menudo entra en el

hombre y echa los sellos.

¡Oh, presentimiento como de animal que apuntan! Terrible punzada que me hace ver.

Como en el ciego, lo que está adentro alumbra lo distante, lo cercano y lo distante júntanse coléricos.

Allá muy lejos, en el país de la montaña devoradora, veo unas lloronas de cabelleras trenzadas que escriben en las altas torres, me son familiares y amorosas, y parece que dijeran “unamos la sangre aciaga”.

¿Hacia donde caen los ramilletes? ¿por qué componen los atavíos de los difuntos?

¿Quién enturbia las campanas como si alguien durmiera demasiado?

Aqui me hallo tan solo, las manos terriblemente juntas, como culebras asidas y todo se agranda en torno mío.

¿Acaso he de huir? ¿tomar la lancha que avanza como el sueño sobre las negras aguas? No es tiempo de huir, sino de leer los signos.

¡Como ronda el corpulento que unta la espada! Las ordenes horribles sale a cumplir.

De pronto escucho un grito en la noche sagrada, de mi casa lejana, como removidos sus cimientos, viene una luz cegada, una cierva herida se arrastra cojeando, sus pechos brillan como lunas, su leche llena el mundo lentamente.

II

¡Ay, ya sé por que me brotan lágrimas! Por que el perro no calla y araña los troncos de la tierra, por qué el enjambre de abejas me encierra

y todo zumba como un despeñadero

y mi ser desolado tiembla como un gajo.

Ahora claramente veo a la que duerme. Ay, tan pálida, su cara como una nube desgarrada. Ay, madre, allí tendida, es tu mano que están tatuando, son tus besos que están devorando.

¡Ay, madre!, ¿es cierto, entonces? ¿te has dormido tan profundamente que has despertado más allá de la noche, en la fuente invisible y hambrienta?

¡Hiéreme, oh viento del cielo! Con ayunos, con azotes, con puntas de árbol negro.

Hiéreme memoria de los años perdidos, tréchos de légamo, yugo de los dioses.

A las columnas del día que nace se enrosca el rosario repasado por muchas manos,

y el monarca en la otra orilla restaña la sangre.

Y todas las cosas quedan como desabrigadas en el frío mortal.

¿Acaso no ven al niño que sale de mí llorando, un niño a la carrera con su capa en llamas?

Yo soy, pues, yo mismo, jamás del todo crecido y tantos años confinado en esta tierra y contrito todo el tiempo, sujeto por los cabellos sobre el abismo como cualquier hijo de otros hijos, pero únicamente hijo de ti, ¡Oh, dormida, cuya túnica, como alzada por la desgracia llega al cielo y flota y se pliega sobre mi pobre cabeza!

III

¿Puede callar el hombre si está roto por los hados? ¿jactarse de rumiar su polvo? ¿le basta el silencio como un caudal sombrío?

¿No pertenecen los sordos himnos a los vivos de la coraza partida?

Aunque las palabras no puedan guiarnos debajo de las piedras por que están llenas de saliva, (son los carozos que arroja la caravana)

Yo he de cantar por que estoy muy triste, tengo miedo y las horas mudas mecen a mi alma.

Yo vuelvo el rostro hacia el lugar donde la sombra cubre a su recién nacida.

Palpo la piedra obscura que junta los labios, la mojan lágrimas y se enciende un poco y tiembla como si todavía quedaran sílabas cortadas.

Tu eres y no otra, tú que me estás mirando de todas partes y no me pudiste mirar de cerca, cuando las gradas de piedra aparecieron.

Vi de lejos el ángel que hendía la montaña,

Vi tu corona de sudor rodando por la noche,

Tu regazo lleno de hielo.

Ahora estamos de orilla a orilla y te llamo y los árboles se agitan como si fueras a aparecer alumbrada por el cielo.

Madre, ¿qué estás haciendo tan sola en medio del mar?

Y solamente responde mi propio corazón como un bronce vacío.

¿No tienes una cita conmigo? ¿no me dejarás entrar en el valle donde vagabundean las castas y los cuerpos desahogados perseveran?

¿O tal vez no puedo traspasar el umbral porque los muertos se arrojan coronas unos a otros y no me es dado entender los huesos ávidos?

Pero tú sólo estás dormida,

Bañada por la luz perpetua del amor

Y tu abrasada voluntad vaga entre las cosas terrenas como un coro desvelado que crece y me arrebata cuando te llamo en el silencio.

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