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El fratricidio romance cuarto los dos hermanos

De mosén Beltrán Claquín
Ante la tienda, de pronto,
Páranse dos caballeros
Ocultos en los embozos.
 
El rey Don Pedro era el uno,
Rodríguez Sanabria el otro,
Que en la fe de un enemigo
Piensan encontrar socorro,
 
Con gran priesa descabalgan,
Y ya se encuentran en torno
Rodeados de franceses
Armados y silenciosos,
 
En cuyos cascos gascones,
Y en cuyos azules ojos
Refleja el farol, que alumbra
Cual siniestro meteoro.
 
Entran dentro de la tienda
Ya vacilantes, pues todo
Empiezan a verlo entonces
De aspecto siniestro y torvo.
 
Una lámpara de azófar
La alumbra trémula y poco;
Mas dejan ver un bufete,
Un sillón de roble tosco,
 
Un lecho y una armadura,
Y lo que fue más asombro,
Cuatro hombres de armas inmobles,
De acero vivos escollos.
 
       * * *
 
Don Pedro se desemboza
Y, «Vamos ya», dice ronco;
Y al instante uno de aquéllos,
Con una mano de plomo,
 
Que una manopla vestía
De dura malla, brioso
Ase el regio brazo y dice:
«Esperad, que será poco».
 
Al mismo tiempo a Sanabria
Por detrás sujetan otros,
Arráncale de improviso
La espada, y cúbrenle el rostro.
 
¡Traición!... ¡traición!... gritan ambos,
Luchando con noble arrojo ;
Cuando entre antorchas y lanzas
En la escena entran de pronto
 
Beltrán Claquín, desarmado,
Y don Enrique, furioso,
Cubierto de pie a cabeza
De un arnés de plata y oro.
 
Y ardiendo limpia en su mano
La desnuda. daga, como
Arde el rayo de los cielos
Que va a trastornar el polo.
 
De Don Pedro el brazo suelta
El forzudo armado, y todo
Queda en profundo silencio,
Silencio de horror y asombro.
 
Ni Enrique a Pedro conoce,
Ni Pedro a Enrique: apartólos
El cielo hace muchos años,
Años de agravios y enconos,
 
Un mar de rugiente sangre,
De huesos un promontorio,
De crímenes un abismo
Poniendo entre el uno y otro.
 
Don Enrique fué el primero
Que con satánico tono,
«¿Quién de estos dos es —prorrumpe—
El objeto de mis, odios?»
 
«Vil bastardo —le responde
Don Pedro, iracundo y torvo—,
Yo soy tu rey; tiembla, aleve;
Hunde tu frente en el polvo».
 
Se embisten los dos hermanos;
Y don Enrigue, furioso
Como tigre embravecido,
Hiere a Don Pedro en el rostro.
 
Don Pedro, cual león rugiente,
¡Taidor.!, grita; por los ojos
Lanza infernal fuego, abraza
A su armado hermano, como
 
A la colmena ligera
Feroz y forzudo el oso,
Y traban lucha espantosa
Que el mundo contempla absorto.
 
Caen al suelo, se revuelcan,
Se hieren de un lado y otro,
La tierra inundan en sangre,
Lidian cual canes rabiosos.
 
Se destrozan, se maldicen,
Dagas, dientes, uñas, todo
Es da aquellos dos hermanos
A saciar la furia poco.
 
       * * *
 
Pedro a Enrique al cabo pone
Debajo, y se apresta ansioso,
De su crueldad o justicia
A dar nuevo testimonio;
 
Cuando Claquín (¡oh desgracia!
En nuestros debates propios
Siempre ha de haber extranjeros
Que decidan a su antojo),
 
Cuando Claquin, trastornando
La suerte, llega de pronto,
Sujeta a Don Pedro, y pone
Sobre él a Enrique alevoso,
 
Diciendo el aventurero
De tal maldad es abono:
«Sirvo en esto a mi señor;
Ni rey quito, ni rey pongo».
 
No duró más el combate;
De su rey en lo más hondo
Del corazón la corona
Busca Enrique, hunde hasta el pomo
 
El acero fratricida,
Y con él el puño todo
Para asegurarse de ella,
Para, agarrarla furioso.
 
Y la sacó... goteando
¡Sangre!... De funesto gozo
Retumbó en el campo un viva
Y el infierno repitiólo.

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