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El entierro del ángel custodio

Sé muy bien que jugar era nuestro único
mandamiento.
Pessoa

Tras de mi nacimiento,
saltando con mis células, creciendo,  
pude ascender al punto
en que oyendo las voces del camino,  
los murmurios finísimos de un polvo  
que empezó ya a medirme la jornada,  
me solté a caminar de muy pequeño.  
Recibiendo regalos de estatura
cada vez que un cumpleaños celebraba,  
estuve mucho tiempo
sin aprender a hablar, hasta que un día  
pude al fin colocar los explosivos
de mi primer vocablo en el recinto  
de todo mi silencio y desde entonces
hablo hasta por los codos de mi pluma.
Para espigar mi sueño
mis padres pretendían arroparme  
con canciones de cuna;
mas yo era tan melómano que todas,
me acababan meciendo  
irremediablemente en el insomnio.
Poco antes del ocaso
me aguardaban los cuentos,
que escuchaba embebido 6
sin que me pestañeara la atención,
hasta que me volvía
a escuchar de la almohada «había una vez»
y entregarme al pausado parpadeo
del acto de dormir y despertar.
A veces me sentía
triste, sin protección, como si hubiera  
asistido al entierro
de mi ángel de la guarda.
Otras veces me hallaba tan alegre
que me iba a repartir a domicilio
pedazos de alborada,  
poemas de Neruda,
alcancías repletas de miradas
para que fueran rotas al momento
en que brota el crepúsculo.
Si estaba fastidiado,
no sabiendo qué hacer del tiempo vivo,  
sacaba de mi caja de juguetes
la espada de madera, las canicas,
alguna vez un oso  
del tamaño de Dios,
a quien le dije todo, en la confianza
de que la indiscreción no es de peluche,
o también el cuaderno, mi perpetuo  
astillero de naves que bogaban
con su tripulación hecha de tinta,  
o fábrica de aviones
que arrojados al aire,
en propulsión de mano,
hacían que planeara la belleza  
hasta que aterrizaba a la mitad  
exacta de mi júbilo;
tornaba los soldados, las batallas,  
el trompo y su mareada cantinela,  
los coches de latón, las travesuras.  
Mas debo confesar que las sacaba  
con temor, porque nunca olvidaré  7
que al nacer asfixiado, la primera  
de todas mis maldades,
me dio la comadrona
mi cuota de nalgadas correctivas.
Cuando el viejo maestro
—que en mi palma medía, con su regla,  
cualquier incumplimiento—me arrojaba  
a la tarde leprosa de una eterna
tarea, me sentía desterrado,
teniendo por grilletes los rincones  
de la alcoba de estudio en que lloraba  
de la pluma a los ojos,
en un país de verbos, capitales,
y la raíz cuadrada de mi tedio,
país de la aritmética y su exacta  
sustracción estadística del hombre.
Mejor era ir al parque,
colocarse a la sombra de algún juego,  
sorprenderle sus nidos al fastidio
y cambiar municiones y agonías.  
O llamar a aquel hombre
que iba con su majada
de algodones de azúcar —como nubes  
que nos hacían lluvia ya la boca
y ataba sus corderos de colores  
cada uno de una estaca
para ser trasquilados a mordidas.
Cuando cumplí dos lustros
dejé de musitar esas palabras
que se hallan de rodillas,
como primera piedra de algún templo;  
comprendí que la fe no es otra cosa  
que clavar en la tierra un espejismo,  
para que nunca pueda evaporarse
al calor de los pies que traen consigo  
la esperanza insolada. 8
A partir de ese instante
no pude ya creer en otro mundo:  
adentro de mi cráneo, los milagros
de Jesucristo fueron también crucificados;  
y no entendí hasta entonces
que no hay en las obleas más deidades  
que el envinado dios de la cajeta
o que el agua potable
es el agua bendita ciertamente.
Llegué a esa conclusión
jugando a las vencidas con la duda,  
hasta que ya después, sobre mi torre,  
a campanada en cuello repicando,  
llamé, con cierto gozo, a misa negra,  
y tuvo el Anticristo de la nada
su más seguro fiel en mi persona.
Yo ignoraba, de niño, que son sábanas  
lo que tan sólo baten
al volar las cigüeñas.
Pero la pubertad, con mi nodriza,  
provocaron en mí
la resuelta erección de un nuevo mundo.  
No pude conformarme, desde entonces,  
con brindar mis caricias al estanque  
donde algunas mujeres se bañaran,
y buscar codicioso, a toda mano,
el rebaño de senos del oleaje.
En fin, entre las fotos
de mi álbum familiar, una conservo,  
ilustración perfecta de esa época,  
de los frecuentemente extravertidos  
senos de mi niñera.
La más dulce lección de geometría  
que en mi vida he tenido, se la debo  
a que ella, cierta tarde, tacto a tacto,  9
pasó a confidenciarle sus caderas
al más pequeño Enrique.

(2008)

#EscritoresMexicanos El De me pertenece poco un viento

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