No he de decirlo todo; pero creo
que hay que sacar a veces los trapitos
al menos a la luna.
Explicar
que al momento
de encontrarme
haciendo el inventario de mis llagas,
me regalas presentes imprevistos
como el radar que opera detectando
el vuelo de los ángeles,
o el elefante aquel, color de niño,
que juega pisoteando las cajas de pandora.
Relatar
que al hallarme feliz,
calculando
los millones de células
de tu cuerpo,
de que soy propietario;
feliz hasta creer
que debiera amarrarmé a una sirena
al escuchar el canto de los mástiles,
entonces me regalas un desierto
y me robas el agua
haces que me circulen hormigas por las venas,
que mi cuerpo se vuelva el paraíso
donde nace
la primera pareja de alacranes,
que mis órganos gruñan convertidos
cada uno en una bestia diferente. 10
Pero entonces
caminas a tu armario
y tomas el estuche donde guardas
la mejor
de todas las caricias.
Y otra vez en la luz, sin parpadeos,
sin un solo relámpago de sombra,
a dos manos tomado del orgasmo.
Hasta que de repente me conduces
a tu nueva mansión edificada
en un fraccionamiento construido
a mitad del carajo.
En el flujo y reflujo de este péndulo
(que en su inconstancia empuja
mi corazón metálico de izquierda
a derecha en la entraña)
navego exactamente en el sentido
contrario al que olfatea el viejo lobo
de mar de toda brújula.
¿He de ser prisionero
de este vaivén sin fin hasta el instante
en que ya la agonía
desanude
la luz de mis pestañas
y epitafie el recuerdo
mi irremediable ausencia que se inicia?
No sé. Pero al llegar a estos renglones
abandono la pluma porque ayer,
habiendo ya fletado
un carro de mudanza
para todos los sueños
que me fueron creciendo aquí a tu lado,
todo cambió de pronto
y corro hacia tus ojos
desempacando besos y caricias.