Cerca del borde de los sesenta,
cincuenta y nueve dicen que aparento,
cuando el cuerpo aún recuerda, pero ya no sueña igual,
me descubro preguntándome en silencio:
¿es esto todo?
He sido nombre, rol, presencia.
Padre en la mesa, esposo en la rutina,
tuve mis buenos momentos,
hombre en la sombra de sus días.
Pero, ¿y yo?
¿Dónde quedó el temblor del primer riesgo,
la chispa no dicha,
la mirada que no juzga sino despierta?
Ella,
no por lo que es, sino por lo que evoca,
me devuelve algo que creí perdido:
la ilusión de ser aún fuego bajo la ceniza,
la posibilidad de que alguien me mire y diga:
“ahí hay más”.
No se trata de deseo carnal,
ni de traición disfrazada,
sino del anhelo de sentirme entero,
de volver a ser novedad para alguien,
de no naufragar en lo predecible.
Y sin embargo,
cada paso hacia esa orilla
es también un alejamiento
de lo que construí con amor,
con años,
con nombre propio.
Así camino,
entre la memoria de lo que fui
y la sed de lo que aún podría ser,
sin certezas,
pero con la dignidad de quien no miente
ni a sí mismo.