Ya me he acostumbrado al silencio atronador que reina en ese eterno lapso brevísimo entre las sirenas y los bombardeos. Ya me he acostumbrado a no tener tus brazos para aferrarme y hundir en ellos mis dedos. Ya me he acostumbrado a que el miedo se convierta en pavor y me resquebraje, llorando sin lágrimas, chillándome las entrañas, desmoronándome toda, como si estuviese hecha de vapor. Ya me he acostumbrado a que, por ser hombre, donde estás escuchas tanto más que yo, vives lo que muero yo, sientes otras prisas en pasos apurados, corriendo hacia la sangre y el dolor.

Y esta emoción, antes desconocida, despiadada, hecha de retazos de orgullos y estupidez, se convierte en el lastre esférico de hierro negro que me hunde en un abismo oscuro en el que ya no puedo creer. Ya no creo, ya no creo, ya no creo... Ni en ti, ni en nosotros, ni en ellos, ni en nuestros niños, ni en mí. No puede haber un futuro para quienes vivimos así.

Nada parece estar ya aquí, somos espectros asustados corriendo desorientados, vacíos de cariño o luz. Vacíos, vacíos, vacíos... sólo queda el temor y el temblor. Ya no hay Dios. Se me quemaron las esperanzas, se evaporó la ilusión de una paz.

Y por eso, en medio de la noche, cuando embebida en los sueños olvido este tormento y me despierta un ladrido, sin otro sonido, me alegro, me alegro... Y por momentos hay azules y verdes en el negro, están tus labios bajo mi piel, mientras esos dulces ojos diminutos indagan en los míos, con sus brillantes sonrisas ingenuas a prueba de horror, calmando su magia el latido de mi sien. Y cojo fuerzas para continuar buscando un escondite en el que no se acabe nuestro amor. Un escondite bendito desde el que podamos rebrotar, nosotros, todos, con fuerza, cobijados por una larga mañana de sol tibio y canto de pájaros, flores multicolores y... tus labios en los míos, susurrando muy quedo que aquello se fue. Que no volverá. Que la pesadilla ha tropezado con un final.

I’ve already gotten used to the thunderous silence that reigns in that eternal, very brief period between the sirens and the bombing. I’ve gotten used to not having your arms to hold onto and sink my fingers into. I’ve gotten used to fear turning into dread and I crack, crying without tears, screaming my insides, crumbling all over, as if I were made of steam. I’ve already gotten used to the fact that, being a man, where you are you listen so much more than I do, you live what I die, you feel another rush in hurried steps, running towards blood and pain.

And this emotion, previously unknown, ruthless, made of pieces of pride and stupidity, becomes the spherical ballast of black iron that plunges me into a dark abyss in which I can no longer believe. I no longer believe, I no longer believe, I no longer believe... Not in you, not in us, not in them, not in our children, not in me. There can be no future for those of us who live like this.

Nothing seems to be here anymore, we are frightened ghosts running disoriented, empty of love or light. Empty, empty, empty... only fear and trembling remain. There is no God anymore. My hopes were burned, the illusion of peace evaporated.

And that’s why, in the middle of the night, when absorbed in dreams I forget this torment and a bark wakes me up, without another sound, I’m glad, I’m glad... And at times there are blues and greens in the black, there are your lips under my skin, while those sweet little eyes probe mine, with their bright, ingenuous, horror-proof smiles, their magic calming the throbbing in my temple. And I gain strength to continue looking for a hiding place where our love doesn’t end. A blessed hiding place from which we can resprout, all of us, with strength, sheltered by a long morning of warm sun and birdsong, multicolored flowers and... your lips on mine, whispering very softly that it’s gone. That won’t come back. That the nightmare has come to an end.