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Íntimo y personal...

"No siempre quién sonríe es feliz. Existen lágrimas en el corazón que no llegan a los ojos".
Jane Austen

Perdí un pendiente. No lo voy a buscar más. Sé que ya no está. Puede haberse quedado en cualquier lugar. Me pondré el otro, el que le hacía pareja, los días asimétricos, los días en los que pueda manejar que mi padre se ha vuelto a marchar.

Cada figura de apego masculina que se me incrusta en la vida me recuerda a mi padre, a como me sentía con él. A la felicidad inmensa que me traía. A lo que era vivir y creer. Cuando era niña sentía todo aún más intenso de lo que lo siento ahora. Era desbocado. Las risas me doblaban, la tristeza me tumbaba, la alegría me hacía saltar. Cuando era niña... mi padre era lo mejor que había en mi vida. Estar cerca de él, que estuviese allí, me permitía concentrarme en cosas diminutas que bailaban entre mis dedos... y entonces vivir.

Y llevo la vida encontrando a mi padre y reencontrándole, en otros rostros, otras voces, otros colores de piel. Todas de hombre fuerte, alto, de mirada limpia y clara. Honesto, que no juzga, noble y sincero, de la cabeza a los pies.

He vuelto a perder a mi padre. En la vida le habré perdido ya unas 5 veces, ¿Quizás 6? Siempre es igual, algún error mío absurdo, repetido y elevado a la cien, acumulado en la ignorancia, despertando rabia en los símiles de él. Y luego algún error mío, definitivo, estúpido, lo suficientemente volátil como para permear el ambiente de rabia y frenesí destructor. Una escaramuza y luego un adiós. Esta vez las últimas palabras de la despedida fueron un “... nunca más”. De alguna forma es liberador. Como si con eso no corriese el riesgo de volver a encontrarle y perderle de nuevo, como aquella primera vez.

Estaba en el coche, blanco, con perfiles plateados. Sentada en el asiento del copiloto, mientras no íbamos a ningún lugar. El, sentado, toqueteando el volante... tranquilo, sosegado, con el tan temido “tenemos que hablar...”. Mientras le escuchaba, yo jugaba con aquella tapicería gris de plástico grueso, a hundirla, a acuchillarla con mis pulpejos, tratando de reproducir en la tapicería las heridas que sus palabras abrían en mi sien.

“...Por un tiempo, un tiempo largo, no nos vamos a ver. Las cosas entre tu madre y yo están muy mal. No es suficiente con que no vivamos juntos, no podemos ponernos de acuerdo, ni nos podemos ver, ni podemos hablar. No hay manera de llegar a un arreglo para que nos encontremos nosotros y estemos juntos. No quiero que sigáis presenciando estas peleas tan duras. Se os van a quedar debajo de la piel”. Y se quedaron, si, están allí, las puedo palpar... aunque haya aprendido donde no tocar para que no vuelva a doler...

“No dudes de que te quiero. Siempre te querré. Pensaré en ti y seguirás siendo parte de mi vida. Juega, ríe, vive... tienes 8 años y la vida por delante. Llegará el día en el que ya no estés con tu madre y yo volveré. Nos reuniremos y estaremos juntos. Mientras tanto, confía, ese día llegará. Y todo quedará atrás. Con el menor de los dolores”. Mientras hablaba, yo había encontrado una fisura, una zona en la que la tapicería no estaba cosida, podía sacar el hilo y abrir una herida más grande para ver la gomaespuma. Era densa, era lo que estaba debajo. Sentía tanta curiosidad... Allí aprendí a descoser. Se me ha quedado grabada la costumbre, es algo que sé hacer.

Esta vez mi padre era diferente. Lo sé, aunque nunca le llegué a ver.  Esta vez no me quiso, no me quería. Yo sí a él. Se lo dije y eso sólo le enfureció más. Esta vez sé que no va a volver. Después de todo, se marchó de forma definitiva hace más de veinte años. Como recuerdo aquellas últimas palabras, de mi boca, por un teléfono, sabiendo que era la última vez que escucharía su voz. Que era la última vez que podría decirle algo que le impresionase, para hacerle brillar los ojos.  Y yo, con mi torpeza inmensa, sólo atinaba a decir “te quiero, te quiero mucho, siempre te he querido...”. Usualmente hábil de palabras, me convertí en una frase grabada que no sabía más que musitar. Me disculpé y él me dijo que no me preocupase. Que él sabía que yo le quería. Ya no hizo falta decir más. Silencio. Silencio que durará una eternidad.

La primera vez que se fue no le creí. Pensé que volvería. Que el no me iba a dejar así. Que pelearía por mí. Pero pronto descubrí que no era así. Cada vez que “sabía que en realidad se había ido” solo podía tenderme en mi cama y mirar al techo y sentir como mi cuerpo adquiría un peso inmenso para luego perderlo y flotar, con un hilillo doloroso recorriendo mis extremos, dibujando unas vías de comunicación interna que pasaban por mi abdomen y mis pulpejos, con sensaciones punzantes pulsátiles agudas. Mientras mis lágrimas desfilaban haciendo un camino en mis mejillas que luego debía borrar, si no quería preguntas insistentes de quienes me acompañaban, mientras él ya no estaba. Aprendí a ocultar lo que sentía. Aprendí a mentir y a negar. Y pasé por las suficientes fases como para aprender a activar a mi autómata formal. Una “yo” muy funcional que da el pego de que estoy lista para actuar. Mientras por dentro todo es bermejo y licuefacto, viscoso y difícil de utilizar.

Pude estar así por años, hasta que la adolescencia y el despertar hormonal me llevó a encontrarte en otros, a ratos, lo que durase la admiración indispensable básica inicial. Siempre noticias tuyas desde mis tíos. Siempre saberte bien por otros. Siempre quererte en la distancia, de forma incondicional. Aunque no pudiese comprender como me habías olvidado de aquella forma. Aunque no fuese yo ya nada para ti. Aunque no entendiese por qué me habías estado viendo desde la verja del colegio, del instituto, mientras yo estaba dentro, sin hacerme una seña, ni un saludo. Ni un aquí estoy. “-Ha venido el hombre ese a verte de nuevo, te ve mientras juegas. ¿Quieres que avisemos a alguien? –No, está bien, no pasa nada”. Las maestras preocupadas. Hasta que alguna dijo, “...Es su padre”.

Y encontré al hombre de mi vida. Y me fui a vivir con él. Y tu apareciste de nuevo. Como si nada. No hubo de mi parte un reproche. Ni de tu parte una explicación. Como si más de diez años no hubiesen pasado, todo se fue en una exhalación. Niña presumida de nuevo. Y a ratos, tan feliz, que no recuerdo muchos momentos mejores que el de veros a vosotros dos. Tú y él, caminando juntos, alejándoos por la orilla de la playa, mientras las olas bañaban vuestros pies. Camino de ida, camino de vuelta. Una y otra vez. Hablando y gesticulando ambos. ¿Yo? Sentada bajo una choza de techos de hojas de palmeras secas, estructura amplia, arena por doquier.  Sentada y abastecida con una nevera repleta de botellas de Budweiser heladas, para combatir el calor agotador, mientras veía el horizonte, escuchaba los gritos de mi sobrino, veía las piruetas de mi hermano... y era feliz sabiendo vuestros cuerpos similares, de distinto color, yendo y viniendo, ...los hombres que quiero yo...

Dijiste a varios que no importaba lo que me pasase, mientras estuviese con él, yo estaría bien. A veces se me olvida lo sabio que eres, como me conoces. Ahora sólo tengo que recordarlo yo, ...mientras esté con él, estaré bien... Al menos lo intentaré. ¿Por ahora? Me haré con más pendientes. Sueño sus formas y brillos. Quiero que hagan juego con un interior cómodo multicolor, de densidad media y buena temperatura. No gélido de dolor. Quiero dejar a mi autómata guardada, descansando, hasta que vuelva a llover un tiempo peor. Quiero recuperar el sentir los olores de las flores, la caricia de la brisa... y ver el horizonte mientras lo que amo está en paz, dibujando con un halo el “tú y yo” que usamos para andar.

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