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El cielo

Éste que veo, cielo, y no otro, lleno de ciervos,
De arrebolados astros, de mármoles y vino,
Cuyas astas son todo lo que hay como una luz dorada.
¡Oh la gran llama azul del cielo y de la gracia
Y la noche que se agita de ciervos y mi alma!
Yo desconozco mayor ventura que este cielo
Donde duermen mis amores entre el fuego
Y la nieve de los astros, pastores de la luna;
Yo no sé nada que en las antiguas grutas
De la tierra su lozanía sonora haya turbado.
Sí, el cielo, el cielo sobre todo, que no huya
Jamás de mi vista: ¡ah, níveo viento!
Bajado de los ángeles a mi rubor, eterno,
Que no otro adoro por sus gradas puras
De perfume más sutil que desciende hasta el nublado
Corazón del árbol de la púrpura y la especie.
Sí, el cielo, éste que veo eterno y real y no otro,
Poblado por la mano de fuego de los dioses
Y ya sereno, templado, celeste y amable
Como un dulce rey palideciendo entre las nubes.
¡Oh el bello cielo sobre todo, oh ventura!
Extiéndeme tu rostro –así– tu barba labrada en el viento
Y llévame a ese cielo que me mira sin reposo,
A ese cielo de ciervos donde vive lo soñado.

Reinos. Lima 1944.

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