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El Culto

Cuento.

Nix abrazaba al orbe vestida de prendas celestiales azabaches. Su hálito angustioso, como de quien no quiere soltar al mundo que ya amasa, teñía el aire de un misterio perturbador. No había rastro de estrellas, ni planetas ni de cualquier cosa que emitiera luz, por diminuta que fuera. Era oscuridad total, abisal, infinita. En la imaginación de algunos, tan grande como la noche universal de aquella noche, Cthulhu se sentiría pequeño, extrañado al ver a Nix y reconocer que ni con un sol de soles de Jörmunganders llenaría el vacío que se precipitaba de sus ojos a la existencia. Tal noche era la única acompañante de Miguel, que estaba parqueado sobre alguna avenida de mierda de Bogotá, muy a las cuatro de la mañana, en el cenit de la madrugada. Una rareza le circundaba mientras esperaba a sus amigos para salir de viaje, una que, junto a la combinación de ingredientes astronómicos, no hacía sino presentarle un panorama asqueroso y repugnante bajo las luces de neón intensas de azules y morados de la calle: indigencia, delincuencia, prostitución y extravagancias decadentes.
La oscuridad total de la noche, apenas reducida por unos cuantos faroles callejeros, permitía ver el Infierno del Jardín de las Delicias de la capital. Raquíticos heroinómanos batiéndose a muerte con patéticas armas cortopunzantes por un pipazo de basuco, prostitutas de estragadas pieles departiendo con los gordos y degenerados taxistas del turno nocturno, recicladores que usaban las alcantarillas y rincones cual sanitarios en la poquísima intimidad que se puede lograr al mostrar las sentaduras a toda la calle, eran algunas de las imágenes que se le allegaban a Miguel. «¿Por qué carajos quedamos de encontrarnos aquí?», pensaba él al disertar sobre la repugnancia de todo y contener su fuerte reflejo por no vomitar ante la desagradable sensación que anidaba su vientre al ser testigo de la decadencia humana. La música del carro no le bastaba. Cerrar los ojos no borraba las imágenes mentales ya concebidas. Su imaginación ya rascaba sus narices con los hedores que parecían emitir los cuerpos y excrementos sobre los cuales departían esos entes nocturnos.
Hubo una escena en particular que llamó mucho su atención: la de unos cuatro o cinco hombres que, sin más ropa que una chaqueta de cuero con tachas sobre los hombros y, a veces, sin más cabello que un fino y largo mechón izado en el aire como una bandera sostenida apenas por varios cientos de gramos de Jabón Rey, se escurrían sobre la diminuta acera pegada a una pared de los cimientos del puente transversal que estaba justo enfrente y, cual miserables topos calvos, se escurrían por entre unas grietas con la precaución que sólo produce la paranoia. Fueron y vinieron varias veces. Parecían estar tramando algo y estar llevándolo a cabo con disimulada parsimonia y una poco convincente diligencia. Cuando Miguel logró observar que esos hombres calvos carecían de todo párpado o labio porque se los habían arrancado, un repentino asalto de sus nervios lo previno de todo. Era Alexander, uno de sus amigos, que había abierto la puerta de su carro de repente y lo había asustado en demasía. Por poco y se dispone a atacarle creyendo que era un indigente cualquiera que quería robarle. Y la verdad es que no requería mucho esfuerzo confundir a Alexander con un indigente al verle sus fachas y sus desarregladas maneras.
Se saludaron, se quejaron del frío, se fumaron unos peches y malhablaron de la indigencia y la prostitución insalubre—porque, claro, creían que la prostitución en sí no era más que otra forma de servicio social—hasta que fueron llegando las demás. Primero Eliza con sus cejas levantadas y su cara de permanente irritación somnolienta, lo que le daba un aire de diva criolla de baja estatura. Luego Sofía, tan desarreglada como lo puede estar cualquier a las cuatro de la mañana en Bogotá, cubierta de un enorme saco rojo que le llegaba hasta las rodillas y que era tan grueso como la piel de un rinoceronte. Venía equipada con un maletín verde y rectangular que más bien parecía un tamal que otra cosa. Y, por último, Juliana, la bella, con sus facciones tan frescas y claras como siempre. Sus ojos zarcos penetrantes que brillaban en la oscuridad, sus pómulos rectangulares que le impregnaban un aire élfico a su estética y una ligereza en la cadencia de sus movimientos y ademanes que confirmaban que era de sangre azul.
Se acomodaron como pudieron y salieron en el carro de Miguel cruzando toda la avenida en medio de la decadente Bogotá. Justo al pasar al frente de la grieta, él los volvió a ver, a los hombres topos, que se acomodaban alrededor de un fuego místico en el interior y quienes se voltearon a verlos con sus ojos incerrables que laceraban las pieles para engendrar angustias perturbadoras. Quedó hipnotizado por el escozor que le provocaban y el montón de incógnitas que su simple existencia encendía en su interior.
Y otro asalto de nervios le expulsó de su letargo. Esta vez era Sofía. Se había lanzado del auto en movimiento en plena avenida simplemente para ir a saludar a alguien, a un reciclador teñido de un morado neón y absorbido en su figura por la noche. Apenas indistinguible, no podía encontrarlo, así que ella, como en el cumplimiento de un deber indeclinable, se adentró más y más en la noche hasta perderse. El desespero de todos fue simultáneo. Las llantas rechinaron en el frenazo del carro para salir de él cuanto antes y comenzar a buscarla. Y se perdieron y se sucedieron imágenes negras sin formas más allá de los bordes renegridos sobre la lobreguez de las figuras apenas perceptibles por su nauseabundo olor. Una vorágine de insultos y amenazas retumbaba en los tímpanos de los demás y el seseo tormentoso de la inclemencia inminente de la noche torturaba sus adentros. Cuando el sufrimiento de lo desconocido, cuando el vientre de Nix fue tanto más insoportable que la angustia de la pérdida de Sofía, se obligaron a sí mismos a volver al auto para recomponerse, allá donde se atisbaba un único claro diminuto de luz en medio de la espesa negrura. Llegaron jadeantes y les tardó recomponerse. El sudor, tan frío como el miedo mismo, se les escurría por sus frentes hasta formar pequeños charcos en el suelo, entre las basuras y las cucarachas pobladoras de esas aceras. El vapor se desprendía de sus cabezas, pero no expulsaba nada, ni siquiera el calor que lo producía, sino que jalaba del nimbo nocturno hacia sus cabezas todos los tormentos que se podrían encontrar en la profundidad metafísica de la noche. Miedo sobre miedo. Tumultos de miedo horrorosos en montones de espeluznantes miedos. Y luego todo cesó, al escucharse la voz de Sofía, preguntando como si nada, desde el carro en el cual, aparentemente, siempre estuvo sentada, el por qué habían salido despavoridos de esa manera. Intentaron sostenerse en la incredulidad de lo vivido, aunque fuese imposible negarse la posibilidad del delirio.
Y cual pensador sesudo que intenta desentrañar la verdad de los fenómenos más inesperados en la experiencia de la psique humana, Miguel se ensimismó especulando en torno a la realidad de aquello que estaba viviendo. ¿Con qué criterio podía siquiera discernir si estaba o no en una pesadilla? Todo se sentía tan real que era indistinguible lo uno de lo otro. Tan real como los indigentes, como las luces, como las prostitutas, como la oscuridad espesa de la noche, como los hombres topo, todo había pasado frente a sus ojos. Su desintegración en la inasible nocturnidad en búsqueda de su amiga no había sido más que una experiencia palmaria de la autodestrucción de su ser, al punto de que el único escape para evitar la desintegración absoluta no fue otro sino la luz misma, escaseada, faltante para la búsqueda. Y, entonces, otro asalto de nervios lo expulsó de su letargo. Elisa, en quién sabe qué arranque, convidó a todos, efusiva, a robar una tienda de vidrio, para lo cual, al igual que Sofía en su momento, huyó de todos hasta adentrarse en la bruna noche desintegradora. Y todos, como si se trataran de ratas tras el flautista, salieron tras ella.
Miguel se quedó atrás, en la luz, en el oasis de sanidad mental y salubridad pública que no era más que una isla desierta en un océano azabache. Dudó. Dudó danto que dudó de dudar sobre dudar de sí mismo. Dudó en mover una neurona para que la subsiguiente dudara al moverse y así dudar en dudar si pensar en dudar. Tan dubitativo se encontró, que nunca terminó de darse cuenta de que ya estaba corriendo hacia todos en un nuevo arranque de aparente sentido. ¿Cómo era posible una alborada tan extrañamente oscura? ¿No era momento ya de que saliera el sol en el alba y todo resplandeciera? Toda esta... podredumbre. Y como si de la intercepción de Dios se tratase, como de una evocación de la materia en virtud del verbo que es él y que yace junto a él, revolcándose con él en la eternidad de él y lo demás, apareció la maldita tienda de vidrio. Y los vio, con una iluminación de dudosa procedencia tan tenue que apenas eran distinguibles. Juliana y Alexander relamían polvo de vidrio que después guardaban en unas grandes bolsas. Elisa mordía algunos cilindros de cristal para verificar su autenticidad y proceder a empaquetárselos en bolsillos sin fondo. Y Sofía sólo les avisaba que, al otro lado de la calle, que sólo ella, al parecer, podía vislumbrar, había una patrulla de policías que los estaba observando y no esperaría otro segundo más en ir tras ellos. Su creciente acusación se convirtió, veloz, en una desesperación insoportable que, en el pánico colectivo que había sembrado, cosechó la fuga cómplice de todos, hasta de Miguel que, en ese momento, se encontraba ajeno en la invisibilidad de la noche que lo permeaba de la imperceptibilidad incluso hacia sus compañeros. ¿Había desaparecido para siempre? ¿Se había convertido en una entidad oscura? ¿En un fantasma de la noche? Sus lucubraciones se trenzaban en los extensos razonamientos que desprendía su miedo ante la materialización del ser de la nada, era la seificación de la nada o la nadedad del ser, cuando un asalto de nervios le expulsó de su letargo.
Esta vez eran los rayos del sol, la primera luz matutina, la aurora del alba que por fin desgarraba a Nix con la fuerza del febo Apolo. Le pintaron frente a sí un templo de proporciones gigantescas, de paredes tan pálidas como todas las mañanas grises en Bogotá y de aura tan decadente como todo lo visto hasta ese momento. Vio cómo sus amigos se escabulleron en medio del perímetro que abarcaba el templo y se sintió compelido a seguir tras ellos, no tanto por no perderlos de vista ni separárseles, sino por el afán que le suponía la confirmación de que seguía existiendo.
Así fue como se quedó tieso en la entrada del templo. Era un arco mixtilíneo tan alto que la Catedral Primada cabría en él. Su fachada tenía cenefas y altos relieves de criaturas avernales en escenas más antiguas que el mismo tiempo de este universo. Era gris en su exterior, con unas torres que se perdía en el cielo de lo altas que eran. Brillaban sobre estas algunas esmeraldas relumbrantes por los primeros rayos del sol. Por dentro el templo era todo negro. El piso estaba lleno de mensajes crípticos en caligrafías árabes y las paredes atestaban de cuadros oscuros de hombres medievales desconocidos y olvidados, organizados como el viacrucis de Cristo en las parroquias. Tenía una fuente en su interior de donde emergían y burbujeaban aguas negras por la boca, ojos y cuernos de Pan, y también había un montón de columnas que le daban una impresión laberíntica al recinto. Tan espacioso era aquel templo que el eco tardaba eras en volver a su emisor. Aquí y allá había velas negras que alumbraban un poco el lugar y permitían distinguir los cuartos y los adornos del interior, todos negros, todos absorbedores de luz. En el fondo, hecho de un oro oscuro, una suerte de aleación maciza entre coltán y petróleo, que emitía un mador de brea y un reverberante suspiro de su pasado aterrador, había un gigantesco altar en honor a Gonzalo Jiménez de Quesada, abrazado por una enorme corona de laureles áureos cuyo brillo iridiscente permitía ver las rosas, velas, papeles y regalos que dejaban en un pentagrama a sus pies. Él, con su expresión tan noble y seria, se veía con su barba griega y su bigote dalídico a medio camino. Sus ojos vacíos, inexpresables, con delgadas cejas y mirada perdida hacia el horizonte, por fuera del cuadro. Pero sus vestiduras eran una toga de la curia romana, negra con bordados dorados. Tenía la espada de Damocles en su diestra y el nimbo brillante sobre su testa no era otra cosa que la corona napoleónica descansando solemne sobre sus humildes cabellos.
Miguel pudo haberse quedado ahí una eternidad, embelesado por la belleza siniestra e inexplicable de un sitio tan espeluznante como ese, pero un murmullo risueño le llamó la atención y divisó un halo de luz rectangular que se le asemejó a una salida en uno de los costados del templo colosal. Corrió tan rápido como pudo y en un instante estaba a las afueras del lugar. El sol, que cada vez radiaba más en el cielo opaco, le permitió ver todo, que era lo mismo que antes, pero desnudo, desprovisto de las prendas azabaches de Nix. La misma decadencia, la misma podredumbre humana, más visceral, más empobrecida, más soez, más descarnada e increíble. Se dio cuenta de que el templo constaba de varias instalaciones, separadas algunas entre ellas por varios metros, en cuyos rincones anidaban toda clase de pestes humanas. Las paredes estaban llenas de grafitis deplorables y patéticos y manchas de todo tipo de orígenes asquerosos. En los rincones y recovecos se atiborraban hombres y mujeres casi desnudos, llenos de heridas, enfermedades y mugre para alabar a Jiménez de Quesada, actividad que simultáneamente hacían al inyectarse heroína, al efectuar bacanales o riñas que terminaban en muertos tirados por ahí. Con desespero, Miguel recorrió el lugar intentando ignorar todo lo que pasaba a su alrededor, mientras aquellos seguidores de Jiménez de Quesada que estaban un poco más conscientes de lo que acontecía lanzaban sus miradas escrutadoras sobre él.
Y entonces un nuevo asalto de nervios lo expulsó de su desespero. Era Alexander con las demás como si nada estuviera pasando, como si no estuvieran en el epicentro de un misterioso y decadente lugar. Él llegó con un saludo estruendoso para sacarse la duda de que existía y podían verle. Todos le recriminaron tal acto que interrumpió un perspicaz panegírico sobre la lujuria que le provocaba a Alexander ver a las prostitutas callejeras desnutridas defecando por aquí y por allá. Su gesticulación rayaba en la degustación babeante, en la codicia posesoria del placer. Con una erección en la entrepierna, Alexander no soportó más y salió disparado a embestir con su virilidad a aquella repulsiva mujer. En el impacto que generó tal reacción, Miguel se dio vuelta para observar la impresión de las muchachas y la sorpresa fue mayor al notar la natural indiferencia que adoptaron ante el asunto. Elisa y Sofía desatrasaban cuaderno, conversando sobre las vicisitudes universitarias y las ganas, infundidas por el ambiente—quiso creer Miguel—, de inyectarse heroína. «¿Y Juliana?», preguntó él sin obtener respuesta alguna. «¡¿Y JULIANA?!», repitió por medio de un grito. «Está ocupada», contestó Elisa, ignorándolo con la mirada y haciendo un gesto de fastidio e indiferencia, como si se tratara de algo menor, insignificante, como una licencia que se estarían tomando todos ahí reunidos sin saber por qué o para qué lo hacían. Y esas preguntas volvieron a carcomerle los sesos a Miguel. ¿Por qué carajos estaban ahí haciendo lo que estaban haciendo? ¡Nada tenía un mínimo sentido! ¿Quién se sentiría cómodo en medio de tanta mierda? ¿Quién querría estar rodeado de puros entes degradados? Y, más inquietante aún ¿por qué había un templo de esas proporciones en ese lugar, tan oscuro, tan misterioso y absurdo como para ser un centro de culto en pos de Gonzalo Jiménez de Quesada? El sólo mencionarlo en voz alta se le hacía tan ridículo que Miguel, guiado también por el impulso corporal de liberar la tensión, soltó una risa burlona de autoconmiseración. Fue profunda y larga, auténtica, desgaja de sus entrañas por el rebotar de su diafragma en un vientre que arrojaba confusión y extrañamiento.
Y otro asalto a sus nervios le expulsó del letargo cómico en el que se encontraba. En medio de sus risas llegó Juliana, vuelta un mar de lágrimas, con sus ropas rasgadas y con un cuerpo tembloroso horrorizado. «Vámonos, vámonos», sollozaba Juliana. «¿Qué te pasó? ¿estás bien?», preguntaron Elisa y Sofía. «No, nada, sólo vámonos, ¿sí? ¡Vámonos por favor!», respondió ella y su incontrolable llanto se hacía más intenso. En esas llegó Alexander, con el ímpetu de un polvo de gallo borrado por la misma incertidumbre de todos los demás. Quisieron consolarla, intentar comprenderla, intentar asimilar que eso fue lo primero que los despojó del engaño hipnótico con el que habían naturalizado tan extraña peripecia matinal. «¡VÁMONOS!», se escuchó el grito rotundo de juliana completamente desesperada y ahí la tierra tembló.
Se removieron los cimientos del templo y muchísimas puertas corredizas se abrieron de entre las columnas, paredes y altares. Incluso unas cuantas se divisaron en el suelo. Y todas, a la vez, expulsaron hombres topo. Los mismos hombres misteriosos que había visto Miguel como unos malditos roedores calvos en torno a un fuego en una grieta de la ciudad, una cripta de un culto terrorífico.
Si bien estos hombres del templo también eran calvos, sin cejas, párpados o labios, con sus pieles igual de estragadas y blanquecinas, estos eran mucho más altos y fornidos que aquellos. La mayoría sobrepasaba los dos metros, sus brazos eran tan gruesos como el torso de un pastor alemán y sus piernas tan anchas como el muslo de un equino. En sus bocas sin labios se veían unas cadavéricas mandíbulas que escupían una sangre negra, misma que salía de los lagrimales sin párpados de sus ojos. No podían hablar, pues sus lenguas estaban clavadas a sus paladares, por lo que no emitían más ruido que un abominable balar desgarrador. En sus pechos, como si hubieran sido fundidos al rojo vivo, tenían incrustados unos rectángulos de donde emergían protuberantes pinchos metálicos que podían despedazar varias reses a la vez.
Y otro asalto a los nervios sacó a todos del letargo de consolar a Juliana. Se horrorizaron de sí mismos, concientizándose de la cuna de perdición en la que se encontraban, y en un tendido bramido salieron corriendo aterrorizados, huyendo de aquellos hombres topo que les perseguían al emerger tan maquinalmente del lugar. Durante un instante tuvieron cierta ventaja, lo cual les hizo creer que saldrían ilesos. Pero al momento tropezó Elisa, que iba de última porque su anatomía no le permitía correr más rápido. No bien tocó el suelo, sin siquiera comenzar a disponer su cuerpo para recomponerse y retomar la marcha, y un hombre topo, gordo y alto, saltó sobre ella para aplastarla con los pinchos que tenía fundidos en su vientre. La explosión fue total. Elisa quedó reducida a vísceras y huesos regados por doquier. En un santiamén, incluso antes de que ese hombre se incorporara, habían llegado los heroinómanos y las prostitutas, los zombis del lugar, a comer sus restos tibios.
La espantosa escena los interpeló a correr todavía más rápido, pero se repitió enseguida la tragedia cuando Juliana fue alcanzada por uno de los hombres que la perseguía con especial sevicia. La tomó de uno de sus tobillos, y cual muñeca de trapo, la azotó contra el suelo. El fuerte golpe fue acompañado por el sonido de sus huesos pulverizados. Y ya inmóvil y atontada, sufrió el mismo destino de Elisa.
Miguel quiso recrearse un poco más en la tragedia o al menos darle un signo solemne a la muerte de alguien tan cercano como lo eran sus amigas, una lágrima siquiera, pero no tuvo tiempo, nadie tenía tiempo para otra cosa que no fuera sobrevivir. Y aunque quería retener la evocación de un sinfín de momentos atesorados con ellas, le fue imposible lograr hacerlo, pues justo se le apreció un hombre de lo más extraño. Era delgado, tanto que no podía distinguirse grosor alguno entre su piel y sus huesos. Y aunque también fuera calvo y en su rostro estuvieran ausentes labios y párpados, este tenía algo más peculiar que lo hacía todavía más dantesco: su cuello no tenía carnes, todas habían sido arrancadas para dejarle simplemente la tráquea y su columna vertebral. Y sobre ese asqueroso pilar sanguinolento, tenía envuelta una larga y gruesa cadena metálica con tachas en cada eslabón. En un gesto desagradable pero bien aprendido por ese ente, se la desenredó del escaso cuello para asirla en su mano como un látigo con el que comenzó a fustigar a Miguel. Él, que no podía hacer nada más que escapar sin fuerza alguna salvo la que emergía del terror y con plena imposibilidad de hacerle frente a la situación, fue rápidamente alcanzado por esa cadena. Primero le despedazó un brazo. Sintió como un simple corrientazo a la altura de su codo se convirtió en un dolor inenarrable porque todas las fibras de su cuerpo se habían separado para siempre. Piel, carne y huesos, completamente destruidos. El dolor le detuvo. No pudo seguir. Le cegó por completo el tormento de saberse manco y la tortura de tan inconmensurable dolor. Y ahí perdió también su pierna despedazada por la cadena. Y mientras Miguel caía al suelo lentamente, sintiendo sus ríos de sangre huir de sus extremidades, en una expresión de dolor tan profunda, vio cómo el mismo sujeto que había despedazado a Elisa caía ahora sobre su cuerpo para terminar con su agonía y ser comido por los demás entes repugnantes del templo.
Y un último asalto a los nervios despertó a Miguel. Era su amigo, Alexander, entrando intempestivamente. Se había quedado dormido en su carro, en una avenida bogotana atestada de decadencia. Eran las cuatro de la mañana.

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