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En la fiesta de Grandmontagne

Leído en el Mesón del Segoviano.

I

 
Cuenta la historia que un día,
buscando mejor España,
Grandmontagne se partía
de una tierra de montaña,
de una tierra
de agria sierra.
¿Cuál? No sé. ¿La serranía
de Burgos?¿El Pirineo?
¿Urbión donde Duero nace?
Averiguadlo. Yo veo
un prado en que el negro toro
reposa, y la oveja pace,
entre ginestas de oro;
y unos altos, verdes pinos;
más arriba, peña y peña,
y un rubio mozo que sueña
con caminos,
en el aire, de cigüeña,
entre montes, de merinos,
con rebaños trashumantes
y vapores de emigrantes
a pueblos ultramarinos.
 

II

 
Grandmontagne saludaba
a los suyos, en la popa
de un barco que se alejaba
del triste rabo de Europa.
 
Tras de mucho devorar
caminos del mar profundo,
vió las estrellas brillar
sobre la panza del mundo.
 
Arribado a un ancho estuario,
dió en la argentina Babel.
Él llevaba un diccionario
y siempre leía en él:
era su devocionario.
Y en la ciudad –no en el hampa–
y en la Pampa,
hizo su propia conquista.
 
El cronista
de dos mundos, bajo el sol,
el duro pan se ganaba
y, de noche, fabricaba
su magnífico español.
 
La faena trabajosa,
y la mar y la llanura,
caminata o singladura,
siempre larga,
diéronle, para su prosa,
viento recio, sal amarga
y la amplia línea armoniosa
del horizonte lejano.
 
Llevó del monte dureza,
calma le dió el oceano
y grandeza;
y de un pueblo americano
donde florece la hombría
nos trae la fe y la alegría
que ha perdido el castellano.
 

III

 
En este remolino de España, rompeolas
de las cuarenta y nueve provincias españolas
(Madrid del cucañista, Madrid del pretendiente)
y en un mesón antiguo, y entre la poca gente
–¡tan poca!– sin librea, que sufre y que trabaja,
y aun corta solamente su pan con su navaja,
por Grandmontagne alcemos la copa. Al suelo indiano,
 
ungido de las letras embajador hispano,
«ayant pour tout laquais votre ombre seulement»
os vais, buen caballero... Que Dios os dé su mano
que el mar y el cielo os sean propicios, capitán.
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