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Organza

Mira que decirme que total, que cuando una está vieja ya no vale la pena taparse tanto. Al contrario, es cuando más hay que taparse. Los viejos deberíamos vestirnos de negro desde el cuello hasta la punta de los dedos, y con guantes. Claro, qué va a decir ella.  Esa, cuando sea vieja no tendrá nada qué lamentar: ahora, con treinta años, parece un carcamal. Bueno, no solo ella, todas las mujeres de hoy en día lucen feísimas.  Ni se arreglan ni se peinan.  Y esos cutis, Dios mío.  Las pobres, sin buenas cremas.  Y en pantalones.  A algunas, las canillúas, eso les conviene; pero no me hagan creer que a los hombres les gusta enamorar a una mujer que se pasa el santo día en pantalones.  Debe ser el apuro con que viven, porque, vaya, eso de que la belleza desaparezca así como así no puede ser.  Las mujeres de hoy no se preocupan por gustar.  No sabrían cómo llevar medias, ni tacones. Tacones sí, pero medias no; saber cómo combinar la ropa; cómo lucir elegantes y discretas a la vez. Como yo, con aquel vestido de muselina de seda, con flores también de encaje de muselina, puestas al vuelo. Una perla en cada una... Aquella modista, cómo se llamaba, ah, sí, Aida, me lo hizo, copiado de un catálogo de Chanel, para una fiesta en el Miramar, o ¿era en la Colonia Española? Esta memoria... Era un vestido bello, qué manos las de aquella señora. ¿Qué será de ella? Desde que se fue no he vuelto a tener noticias de ella. También me hacía blusas de hilo con aplicaciones de encaje de guipur, y las faldas de cancán, todas de algodón, faya, escocesa... Con mis zapatos corte salón o sandalias, de tacón, siempre de tacón, solo en verano. Las medias color carne, no las que usan ahora, llenas de cuadritos y figuritas. ¿Habría medias así entonces? Si las había, seguro que sólo las usaban las mujeres de la vida. Bueno, ahora todas parecen mujeres de la vida, con esos escotes y esas medias horribles. Ninguna lleva faja. ¡Por cuánto una mujer de su casa iba de tiendas con una falda estrecha y sin faja! Salir sin faja era como andar desnuda. Hasta corsés usaban muchas, puestos de moda nuevamente por Dior. Que tiempos... Aquella no usa polvo. Ni siquiera parece médico. Bueno, perdonémosla, ya no venden polvos Coty, ni Maja, ni Conejito. A mí, realmente, me gustaban mucho los productos Mirtha de Perales, una pobretona, es verdad, pero un lince en los negocios. Pobretona al principio, pues llegó a tener plata. Me parece estar viendo sus mercancías en Fin de Siglo. A veces, por cambiar, yo compraba todos los Coty, la colonia era ideal para el verano, muy fina. Ay, Dios, ya nada es como antes.

Todo está listo en el exclusivo Miramar Yacht Club  para la recepción que por el santo de la distinguida señorita Alicia Villarreal ha preparado su familia.  Los bouquets resultan de gran exclusividad pues, salidos de las expertas manos de Papín Esparza, juegan con las olas que sirven de telón de fondo. Elegantes damas miembros de lo más selecto de la sociedad habanera, han confirmado su presencia: sobresalen entre ellas las hermosas Miriam de Cossío y Anita Elizalde, radiantes en sus dieciocho primaveras.

—¿Viste a la Vázquez?
—Sí, el vestido es el mismo de la fiesta en el Casino.
—Te fijas en todo.
—No me digas que no lo notaste.
—A decir verdad, prefiero mirar las corbatas.
—Claro, cómo no puedes mirar más adentro.
—No seas vulgar.
—Esta sidra no me gusta.
—Cada día estás más insoportable.
—¿Qué voy a decir si la sidra no me gusta?
—Parece que Raúl no va a venir.
—Lo dices como si me importara. Mira, llegó Joseíto.
—¿Anunciarán el compromiso?
—Lo dudo: el está con una... Ya sabes.
—¿Y qué?
—¿Cómo que y qué? Tú sabes cómo son los Villarreal.  Esa Alicia no es monja de milagro.
—Pero una cosa es lo que haga ella, y otra, su marido.
—Si se pone a escoger mucho...  Ya no está en edad de andar pensándolo tanto... y con esa nariz.  Además, esta gente tiene mucho dinero y el tal Joseíto es tremendo.
—No me parece mala persona. Yo creo que lo han presionado. Su madre es peor.  Una vieja bruja. Además, Alicia solo es un año mayor que nosotras.
—Me exaspera tu ingenuidad.
—Mira, él la llamó. Ay, estoy tan nerviosa como si fuera conmigo.
—¡Qué boba eres! Necesitas un novio. Así dejarás de mirar las corbatas.
—A la próxima vulgaridad te dejo sola.
—No es para tanto.  Mira, la Gálvez trajo a su nuevo fiancé.
—Él parece molesto.
—¿Quién, el novio de la Gálvez?
—No, chica. Joseíto.
—Está bueno ya, Anita.  Déjalos, a fin de cuentas, ¿qué nos importa?
—¡Corre, Alicia se desmayó!

La señorita Alicia Villarreal se recupera satisfactoriamente del síncope que sufriera en la recepción que en su homenaje organizara su distinguida familia. Las señoritas Miriam de Cossío y Anita Elizalde, entrañables amigas de la bella Alicia, la visitan a menudo en demostración del afecto que la joven, ejemplo de caridad cristiana, despierta en lo más selecto de la sociedad habanera. Este diario ruega al Altísimo por el pronto regreso de la joven dama, orgullo de nuestros salones, a su acogedora mansión.

Estos hospitales no tienen ni la privacidad ni el olor de antes.  Ah, la Colonia Española. Y las enfermeras, con sus uniformes impecables. Ahí va una, sin medias. Hoy es día de visita. Antes, cuando te visitaban, te traían flores o bombones.  Ahora, si acaso, te traen pizzas.  Todo lo resuelven con pizzas.  De la comida italiana, no las lasañas, sino las pizzas.  La crisis es así.  La crisis, la crisis.  Por eso envidio tanto a Vanessa, ella no sabe de estas cosas.  Es verdad que no sabe de fiestas, ni de weekends en la playa, o las Navidades en La Florida.  Por eso mismo es feliz: no extraña nada. ¿Qué estará haciendo ahora? Pobrecita, tan sola.

La señorita Alicia Villarreal, quien, gracias a Dios, se ha recuperado satisfactoriamente de su repentina dolencia, ha emprendido un viaje junto a su familia que los llevará a preciosos sitios de Europa. Figuran en el itinerario Roma y Venecia,  ideales para los ensueños de esta damisela, llena de vida y juveniles deseos.

—A la solterona de la esquina le dio un infarto.
—No hables así.
—¿Qué quieres que diga? Es vieja y solterona.
—La pobre, está muy sola.
—Dicen que se mortificó porque le mataron un gato.
—¿Por un gato?
—Para esa vieja los gatos son más importantes que los seres humanos.
—Te dije que no la trataras así. Se llama Alicia.
—Tiene un montón, y todos horribles. Menos una, la de Angora, que es preciosa.
—Ella solo tiene una gata, esa que tú dices. Pero como es muy buena, y los alimenta, los gatos la rondan.
—Rondan a la gata.
—A veces eres tan grosero.
—Ay, mami, los gatos no quieren a nadie. Si quiere estar acompañada mejor sería con un perro.
—Todo el mundo no es igual.
—Dicen que era gente de dinero, parte de la familia se fue a vivir a Estados Unidos y los que se quedaron se fueron muriendo. ¿Por qué no se iría?
—A lo mejor ni ella misma lo sabe. Y tú, pareces una vieja chismosa. Además, la familia no era tan grande como dicen: ella, los padres, algunos tíos y varias primas.
—Se lo oí decir a Consuelo
—¿Iría a verla al hospital?
—Creo que no
—¿Qué tal si vamos nosotros?
—Tú apenas le has hablado en los meses que llevamos aquí.
—No, pero, la pobre...
—¿Qué le vas a decir?
—Lo que se me ocurra, le preguntaré por su salud.
—Sí, el tiempo, la novela... Tú no tienes de qué hablar con ella.
—A lo mejor sí, m’ijo.
—Conmigo no cuentes.
—Le llevamos unos dulcecitos, o pizza.
—¡Conmigo no cuentes!
—Está bien, solo me pasó por la mente. De todas formas, el domingo quiero descansar. He tenido una semana...

Aquel viaje... Quién hubiera pensado que sería el último, Dios mío. Me parece verme: con mi vestido de organza imprimé, como decían los cronistas. Tenía unas florecitas muy pequeñas, y era vaporoso, como todos los míos. La modista me hizo un bolerito, también de organza, pero color entero, que combinaba a la perfección. Quién hubiera pensado que aquel sería el último viaje. Todo se nos deshizo entre las manos. Todo. Esa es la frase exacta. La sensación era así, la del agua que se te escapa entre los dedos. Como si la vida hubiera sido el agua de una pecera y nosotros, los pececitos. Rota la pecera... ¿Y ahora, Alicia? ¿Qué es la vida ahora?

—Señora Alicia, señora Alicia, la inyección.
—¿Cuántas faltan?
—Ya es la última.
—¿Tan pronto?
—Sí, mi vieja.  La vamos a extrañar.  Recuerde guardarme un gatico del próximo parto de  Vanessa.
—¿Qué?
—Que se acuerde del gatico.
—Ah... sí... El gatico.  Yo todavía no estoy bien.
—El médico dice que sí.  Un plancito y pa la casa.
—Debieran aprovechar y revisarme bien.
—Ya la revisamos y está entera.
—Me duelen las piernas.  Y mira, casi no puedo mover el cuello.
—Es por haber estado tantos días en cama.
—Lo de las piernas...
—Vamos, no se me acobarde, mi vieja. Daría cualquier cosa por envejecer como usted.
—No sabes lo que dices.
—Y por haber sido como usted en su juventud. No me negará que debió haber sido muy bonita y con tantas cosas lindas como cuenta...
—No sabes lo que dices.

La señorita Alicia Villarreal estuvo entre las asistentes a la velada que en nombre de la Junta de Beneficencia reunió a lo más granado de la sociedad habanera.  Es la primera vez que la joven aparece en público tras su regreso de un viaje que, además del itinerario previsto, incluyó Niza y Cannes. Luce la muchacha espléndidos colores y una vitalidad envidiable. Roguemos porque le sean perdurables los benévolos influjos de la Vieja Europa. Ya la familia anunció la recepción con la que, siempre en los primeros días de cada año, agasajan a sus más allegados y fieles amigos.  Así, esta distinguida joven y sus padres recibirán 1959 con sanas expectativas y renovadas ilusiones.

De "El escritor y la bibliotecaria".

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