¿Por qué, si te hizo bella,
más pura que la aurora,
el ciego Dios de Gnido,
más que su madre hermosa,
por qué de enojo y rabia
tu frente se colora
cuando al descuido un beso
mi labio al tuyo roba?
Si late henchido el pecho
del fuego que atesora,
si tus bullentes pomas
al juego me provocan,
¿querrás que nunca necio
la timidez deponga,
y el corazón sofoque
la llama en que rebosa?
Si quieres que respete
tu boca encantadora,
deja, Célida, luego,
deja de ser hermosa,
¿no ves cómo atrevida
la hiedra vigorosa
al olmo se entrelaza
con osadía loca?
En vano de su triunfo
el noto la despoja,
en vano la rechaza
el ábrego que sopla.
¿No ves cómo animada
esfuerzos mil redobla
y sube sin respetos
hasta abrazar la copa?
El laso caminante
perdido que se embosca,
que con la sed ardiente
el crudo can agobia,
si siente allí cercana
la fuente bullidora,
¿ves al raudal sonante
cual sin temor se arroja?
Por más que la corriente
oiga murmuradora,
el labio seco aplica
sobre las puras ondas.
¿O ya a la abeja nunca
cabe a la esbelta rosa
de su capullo abierto
ves respetar las hojas?
No más tu rostro airada
con gravedad compongas,
por más que en tus mejillas
mi ardiente labio ponga.
Ni deja más señales,
cruel, mi ardiente boca,
cuando atrevidos labios
a tus carmines tocan,
que por el éter puro
el ave voladora,
o el plomo despedido
que por su mal le corta,
que deja impresa huella
en las fugaces olas,
frágil barquilla osada
que por los mares boga,
ni es fácil que Lisardo,
que tus caricias goza,
de extraño labio aleve
la huella reconozca.
Que el beso fugitivo
en la ocasión dichosa,
tan luego cual se imprime,
tan luego ya se borra.
Mas si el rigor insano
de tu venganza loca,
ni ya mis besos quiere,
ni el dártelos perdona,
devuélveme, Celida,
el que te di yo ahora,
y en paz quedemos luego
y a tu amistad me torna.