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El despertar del sueño

El árbol dormido, al llegar el invierno, pierde, sin darse cuenta, sus preciadas hojas quemadas por el viento congelado y furioso proveniente de los polos opuestos de las miradas. En el sueño eterno, la metamorfosis, en su hibernación, bosteza a grandes bocanadas, como el encuentro de la margarita con el primer rayo de sol.

La frialdad del invierno deja sin comunicación a los árboles dormidos con aquellos que, a pesar del contratiempo extremo, siguen despiertos. Estos seres con sus raíces bastante abiertas no conocen las estaciones gracias a las inmortales llamas volcánicas que habitan en su interior, ayudándoles a disfrutar del viento congelado, calmando ese fuego descomunal terrestre. No obstante, hay una soledad que cobija a estos grandes despiertos, pues el silencio de los árboles que sueñan hace sentir que la tierra viva en un vacío; en un eco donde solo resuenan los murmullos de los que tratan de despertar.

Hay un lenguaje ahí escondido en medio de los árboles que hacen despertar a unos cuantos y a otros los lleva a las profundidades del limbo. Un lenguaje que no conoce estaciones, ni tampoco temperaturas. Es algo que se emana desde el núcleo de todo lo que se ve y también, de lo que no se ve. Los arboles despiertos captan estos signos y símbolos por medio de sus raíces largas y gruesas, ocupando todo el espectro y diámetro de su tronco; así mismo, estirándose hacia el infinito con sus ramas y hojas. Desde el corazón de todo ese diámetro invisible, se absorbe todo lo que vibra a los alrededores, dejándose llevar por la corriente electrizante proveniente de la expansión universal. Mientras que los arboles dormidos, dentro de sus sueños confusos, empujan sus raíces rectas y cuadriculadas hacían adentro, escondiéndose de la energía conocida por todos los árboles, pero utilizado por unos muy pocos y salvajes; su efecto es la triste evidencia de las constantes transformaciones estacionarias.

Cuando el sueño empieza disipar en el árbol dormido, las raíces empiezan a vibrar, deseando expandirse hacia todos los caminos posibles. El invierno se empieza a tornar primavera provocando que las hojas, que antes fueron quemadas por su resistencia, crecen de nuevo frescas, nuevas, infantiles y sabias. El lenguaje empieza a florecer a medida que el calor empieza a reinar por las copas de sus grandes cabezas y sus ojos recién abiertos al mundo sin estaciones, sin temperaturas.

Los ojos expresan una tal felicidad al ver que existen otros ojos ya iluminados en sus cortezas, abrazando la naturaleza de lo existente, coloreando el espectro con luces brillantes reflejadas en los diamantes invisibles del espacio habitado. Ahí, en ese vacío eterno, el lenguaje toma forma, color y cuerpo. Es ahí, donde los árboles sienten su poder que se emana del núcleo profundo para conocer lo que esta despierto, llevando a los sueños al abismo del olvido.

El árbol dormido ahora despierto, siente la mirada del árbol que siempre lo ha estado observando, día y noche; estación por estación; en la lluvia, en la niebla, en el sol; en el alba y en el crepúsculo; en las infinidades del tiempo. Esa mirada penetrante, cuyos limites se vuelven fluidos, traspasando de lo íntimo a la nada. Esa mirada que lleva expresando, desde los años inmortales, que la existencia va más allá de lo soñado.

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