El día que desentiendo, un rato en que no intervengo. Quizá, como siempre lo he pensado, los cambios son vívidos; tanto que me han cambiado al punto de no saber quien soy. Por el momento, aquello no es malo, es más una condición inestable de un buscar eterno y un encontrar incierto. ¿Qué encontraré en mí? Si sé quién he sido, ¿por qué no sé quien soy? No es agobiante, reitero, porque estoy expuesto a cualquier aire, y ello me hace ser algo, ¿o no? Toda esta cuestión me hace reencarnar por dentro, de la forma en que todas mis características se crujen y se intensifican poco a poco. Un ejemplo puntual está en la admiración por la vida, la contemplación de que existo, la capacidad de escribir y de entenderme en mis letras. Singularmente, forjé mi apariencia a un esplendor de libertad y frescura. Fui siendo, cosa que agradezco. Pero no logré estar en totalidad, quizá porque nunca lo he estado [y nunca lo estaré]. En este caso, las distintas opiniones y refutaciones fueron más; era hora de estabilizarme por fuera, pues suficiente tenía con el caos interno.

Aparte...
Recuerdo la vez en que vi mi rostro de forma tan peculiar que hasta llegué a pensarme como la composición, no sé si aleatoria, de un niño que por primera vez experimentaba con plastilina. Fue raro no reconocerme, justo como si mi estado fuera de lo normal me atrapase en un pasado que busco significar. Pero, como siempre he de hacer, encontré un sentimiento tan cercano a mí, sentí el afecto de un narrador que narra al otro; era yo pero no lo entendía.

No soy de números, pero ella fue de las primeras veces en la que me reconocí de otra manera. Es agradable hacerlo, sólo hasta el punto de perderse en la incertidumbre para esclarecer el caos interno. Y caos que fue creado dada la inconsistencia de no sentirse vivo, de sentirse perdido bajo el telón de un rostro que siempre ha sido; algo o mucho, pero nunca le ha faltado la facultad de ser. Y es que, quizá, serme es la mejor poesía.