El paso no, del Dios, sino la huella
escrita entre las líneas de la piedra
verdinegra y porosa. Aún la hiedra
retiene las pisadas, aún destella
de su cuerpo el contorno sobre rojos
sanguíneos o vinosos: en los vasos
fragmentados, dispersos. No los pasos
del dios, sino las huellas; no los ojos:
la mirada. Ni el texto, ni la trama
de la voz, sino el mar que los decanta.
En su tumba –las islas ideograma
de esa página móvil donde tanta
frase, no bien grabada, se derrama–,
sumergida, tu estatua ciega, canta.