Eloy Marquez

Brasa en piel

La carne es triste, ¡ay!, y yo he leído todos los libros. al cruzar por los cielos y la desconocida espuma! Nada, ni los viejos jardines que reflejan los ojos, retendrá este corazón en el mar sumergido.
Mallarmé

El día en el que decidí morir, soleaba fuera.
Se habían sucedido los otoños, los inviernos; la gente derredor y los sueños, pero mi llaga –pues así opté por llamar a aquello que habita en mí: “llaga”-, no menguaba en presencia, y es que no se trató jamás de una emoción susceptible de ser medida en grados de intensidad. Era, como bien digo: una presencia de algo otro en mí, tal es así, que he llegado a creer que yo, en realidad, soy un otro en la llaga, una disociación de ella, que, de tanto en tanto, recibía su premiarme: el permiso para desplegarme, bajo estrictos límites, personalmente. En rigor: debo de ser, para ella, un instrumento.
Los medidores de espíritu durante mis estancias en hospicios; las consortes de los lupanares; el descarrilo de mis apetitos más sórdidos, la abstención a las impresiones sensibles, o las confesiones a oídos médicos –clínicos y religiosos–, no han logrado desasirme, aunque fuera mínimamente, de la llaga. La abulia, el , como los más lectos nombran al sentimiento de eterno tedio, es un efecto por mi estado de sometimiento cotidiano. Cabe aclarar que la llaga no me utiliza para ejecutar acciones según su capricho, su operación no es de dentro hacia afuera, no controla, como si de un operador se tratara, mis movimientos, no me posee; ella, simplemente: está en mí, me mora, soy su habitación, su perro..., su genuflexo.
No ha existido, en mi breve vida (a medianoche cumpliré los veintiocho años) momento previo a ella, instantes libres de ella, porque, como mencioné, yo vine para ella, quiero decir, y asiento al escribirlo, que siento con certeza demente que fui por ella creado para que ella consiga su ser, con el fin de gozarse silenciosamente, en secreto santo o perverso, por estar en el mundo, por tocarlo, olerlo, por enunciarse en el lenguaje, por pensarse a través de mi pensamiento. Propenso a las incomprensiones, como bien se adivinará, no les temo ya: nítidamente, cada cuerpo al que le relaté mi condición (¿Cómo llamarlo, acaso?) se contrajo subrepticiamente; o, ¡tan caritativamente!, simuló entendimiento, mientras que en sus pupilas, una sombra, una sospecha, en fin: una frontera nacía. Claro que la llaga me notificó de estos matices en los otros, de modo que, creyendo poder acallarla con esto, me aislé voluntariamente.
En cierto punto, me incliné a pensar que la llaga era algún tipo de divinidad, cuya voz sin palabras buscaba insinuarme el camino para la manifestación. Leía a San Agustín; su conversión de borracho licencioso a descubridor de la gracia interna habiendo seguido el rastro de ciertas señas, me incitó a rezar, me invitó flagelarme en función de la idea de que través del martirio de mi carne, concebiría una luz..., un dios... Huelga decir que ni ángel ni demonio se me han revelado jamás, así que, vedada la visión, descarté la posible incantación de la llaga.
Ahora, y espero que sepan disculparme por mi inelegante derrotismo, me resta por sopesar que soy un mal nacido, un enfermo, una persona dañada, extraviada, o (¡oh, los consuelos!, ¡oh, los mitos!), como un elegido para el extravío, porque la llaga me ha elegido para imposibilitarme todo, para retirarme de todo.
Sin embargo, ¿bajo los derechos de qué ley podría yo maldecir que este funesto espectro (¿espectro?) me tomara como recipiente para su existencia muda?, en última instancia: ¿Cómo puedo afirmar que ella me ha hundido, si meramente, me ha utilizado para observar, para ver, para ser ojo? Pues, la llaga mira, y en su acto no hay un añadido de formas que me induzcan al delirio, como tampoco un quitamiento de sentido. No desfigura, lo que acontece en el mirar (en el mirar no-mío) es un levísimo desplazamiento hacia la verdad. Sí. Nada se elude, por su mirada, de la verdad. La llaga mira mediante mí, y yo, mi disminuido yo, sufre todas las densidades y espesores del infinito. No es que “lleguen” conclusiones desde una nada (ex nihilo, dirán los doctos), o que, por intuición, capte la configuración íntima, innata incluso, de las cosas. No. La llaga mira un quebranto sin nombre, sin raíz, sin causa, sin fisura. Mira la demasía, el exceso, el derrame de lo real. Yo, de ella (la llaga) y de ello (lo surgente bajo su mirar) he sido un simple testigo. Mi vida, la cual sigo llamándola mía con estertores, ha sido una atestación de ellos, de su danza, y nada más. Débil en mis resistencias, ellos lo han inundado todo, empequeñeciéndome hasta mi confín.
No hubo auxilio.
Anochece, firmaré el sobre dentro del cual se hallará el presente escrito, anhelando que quien lo encuentre no lea una ficción, ni interprete un desquicio. El cielo es de fuego. Tal vez en otra vida... tal vez...
Quien busque verme, acaso si alguien lo quiera, no sé yo... tal vez un anónimo, a él, tan sólo le ruego que no olvide, por buena costumbre, las flores con las cuales adornar el camposanto donde yaceré.

Este relato aparece, a modo de colaboración, en el cuarto número de la Revista las Vetas del Azogue, dedicada al Invierno 2023

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