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Afrodita de Melos

Déjame tocar tu piel y quemarme,
déjame acariciar tu cuerpo
con mi mirada de varón en celo
trepando las gradas de la fiebre,
consumido en tus besos de piedra.
 
Mudo y pasmado estoy en tu presencia,
indestructible ícono de mármol
revoloteando por siglos y milenios
en la conciencia de la humanidad,
en el subconsciente de la idea de arte.
 
En un duro bloque de fría materia
te fue a buscar el aprendiz de creador
armado de un soplo de metal,
día tras día y noche tras noche
fue escarbando en los velos del misterio,
y al final de la séptima aurora
emergió tu cuerpo desde la luz,
petrificado en su propia belleza.
 
Bella como ninguna diosa
tu forma triunfal semidesnuda,
torcida en la curvatura invicta
donde el pubis esconde su secreto
bajo un follaje de pliegues textiles.
 
Qué importa que tus hermosos brazos
cayeran al pozo de los siglos,
si la turgencia idéntica del pecho
eleva sus llamas paralelas,
y corren dos ríos de agua pura
más allá de la sed y de los labios.
 
Sólo al genio griego le fue concedido
arrancar de un frío bloque de materia
un cuerpo de ansiedad inconsumible,
un rostro de olímpicas líneas faciales,
un monumento de mármol y de luz
a la belleza, Afrodita de Melos.
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