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Lilith

Yo, Lilith, aire y viento, Lilith, noche de negra luna,  viajera del tiempo, en eterna búsqueda de ti, Adán, de tu cuerpo, de tu espíritu y tu sangre; hay días en que siento que ya no hay agua para mi sed; que quizás esa agua de vida que eres tú no exista en ningún átomo del universo; he sentido en mil años mis huesos, mi  piel y mi sangre diluirse en las estrellas, y sin embargo aún floto en el viento, y en cada luna nueva vuelvo a renacer con la fuerza de la primera vez, y vuelvo a pensar en ti, a creer que existes. He conocido una miria de mundos, y he abierto los ojos a millones de edades, siempre con la esperanza infinita de reencontrarme contigo y de cerrar mi ciclo por siempre a tu lado, eterno amor verdadero, y sin embargo, siempre llego tarde, y aparezco justo cuando tú ya te has ido, y sólo están sobre tu tumba los cuervos de ojos azules que me observan con mirada triste y me dicen con su graznido: ¡Ya se fue! Siento  al escucharlos que las células de mi sangre mueren, que mis huesos se llenan de frío, y todo comienza a dolerme. Hasta el alma me duele. Entonces reprocho a Dios, lo maldigo con mis dientes, con mis uñas y con cada protón de mi ser, y oscurezco por ello mi mundo, el pequeño universo que soy, y me vuelvo noche negra de frío y silencio; yo misma quiero callar, enmudecer en mi dolor, y sin saberlo, por ese solo acto sacrílego, hago cada vez más grande la distancia entre tú y yo, y vuelvo a perderte por siempre.
¿Recuerdas nuestra noche de luna llena? Fue el día en que el Edén se cubrió de tanto silencio que pudimos adivinar el secreto de nuestros suspiros ¡Nos amábamos tanto, tanto! Primero  encendiste mi  alma y descubriste en mí un nuevo universo al empezar a tocarme; entrelazaste tus manos con las mías y juntaste tus labios con mis labios, y luego caímos en la hierba.  Tus manos comenzaron a viajar suavemente sobre los senderos de mi cuerpo henchido de deseo por ti,  y en medio de un estremecimiento de placer  hondo, atreví mi mano a recorrer tu piel suave y tierna, y con delicadeza  profunda tomé tu capullo que se volvió brote de flor encendida, hirviente en mi mano, y te hice entrar en mí. Como en un sueño sentí  tu carne en mi carne,  y volvimos a ser de pronto la arcilla caliente del alfarero, espumosa y espesa.  Me ceñí a ti  con tus brazos de ébano,  toda completa me apretaba hacia tu pecho y a tus piernas, y ansiosa y sedienta comencé a libar el jugo de  tus labios que jamás probé en las plantas del Edén, y jadeante y temblorosa,  de tu flor de paraíso bebí  el dulce néctar que ya nunca bebí en otro río. Y de pronto un centelleo de mariposas comenzaron a fluir hacia mi interior con fervor apasionado, en tropel, como hervidero de hormigas que me hicieron comprender la razón del porqué estaba viva. Te atraje hacia mí con más fuerza, te apreté a mí como si con ello apretará tu presencia por siempre. Eras Vida, y yo era Vida.
¡Oh, si yo me detuviera en esos instante! ¡Pero soy tan desesperada, que eso me ha perdido! Sin embargo, la Fuente Eterna de la Energía Infinita  me hizo para ti,  me hizo de ti y me sigue uniendo a ti, y no deja extinguir mi llama porque ya ha escrito en El Gran Libro mi reencuentro contigo, mi perdón y mi eterna dicha. Te reencontraré algún día, mi Adán, Señor de las Palabras,  un día en que no sea demasiado tarde como hasta ahora, y me envolverás entre metáforas y curarás mis heridas, y me volverás a dar Vida; Vida, no “vida”, y me reharé en tu cuerpo y en tu alma, y volveré a ser yo, y yo de ti, y tú de mí, tuya, mío,  mi Señor de las Palabras, Interior de mi Espíritu en tu Espíritu.
Adán... ¡De tanto buscarte me he diluido entre constelaciones y años luz;  he abierto las entrañas de la Tierra y he dejado mi sangre en sus grietas! ¡Adán... sigue mis huellas si vienes atrás de mí! ¡Deja tus huellas si vas delante!
Mi manzana prohibida, mi mar de palomas, mi paz y mi aliento, ¡ohhhh!, mis lágrimas se secan en el frío del amanecer y de la tarde, y mi desconsuelo se vuelve infierno al no verte; mis sollozos de lechuza herida se vuelven quejido de molino, oh, ser inmortal del Edén, regresa a mí tu pecho, tus labios y tus ojos; tráeme en tus brazos mi fuego que te has llevado, apaga mi frió de escarcha y desdicha, oh, mi gran Señor de las montañas, mi amo del lenguaje; vuelve y pinta mi mundo con tu verbo; llénalo otra vez con el paisaje de tus fantasías; vuelve, regresa príncipe fiel del paraíso, y me hallarás todavía en el lecho de la tierra de donde ambos fuimos creados; en el barro donde fuiste carne de mi carne, huesos de mis huesos y sangre de mi sangre, ohhh, mi dulce compañero; ¡qué sortilegio maldito te arrancó de mí! Le haces falta a mis labios, a mis senos, a mi ombligo y a mi clítoris; a mis manos que se hielan sin tus manos, a mis oídos que se ensordecen sin tu voz y al cielo de mi boca... ¡Vuelve hoy porque tal vez ya no me encontrarás jamás!

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