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FOTOGRAFÍA DE UNA MUJER SENTADA.

La mujer del cuadro me mira con seductores ojos fijos. Adquirí la fotografía en “El lugar de los hallazgos”, el sitio incomparable donde uno se adentra con la morbosa inquietud de no saber qué nos depara la suerte encontrar y que no falta en ninguno de los “mercados sobre ruedas”. En el primer vistazo me encantó, parecía ideal para llenar un hueco en la pared del bunker donde me refugio a escribir y hacia el que miro sin ver cuando me detengo a pensar mientras cesa el repiqueteo constante del teclado. ¿Podría haber algo mejor que una mujer hermosa y elegante para descansar la vista abrumada de mirar tantas grafías? Además, el marco era muy fino; bastaron unos cuantos regateos con el desganado vendedor y el cuadro ya era parte de mi peculio.
Llegué feliz a casa y los libros conseguidos a módico precio, pasaron a segundo término de mi atención. Mi prioridad fue el cuadro de la mujer misteriosa ataviada en un hermoso vestido negro, sentada en un sofá de cuero, con la pierna cruzada, deja adivinar apenas un poco de la exquisitez de su muslo derecho. Tiene una actitud tan dueña del mundo, de sus circunstancias y de sí misma. Parece que sentada, con toda la autoridad de su belleza me mira desafiante (o mira al afortunado e incógnito fotógrafo, feliz por conocerla en persona), con seguridad y una media sonrisa más fascinante que la de La Gioconda. Su piel, impecablemente nívea, resplandece de bellos tonos áureos y argentinos, capturados para siempre en el instante del flashazo de ese día sin fecha, indeterminado en el que se plasmó para siempre aquel prodigio resguardado en el marco de madera.
El vacío de mi pared era de las dimensiones exactas, realmente estaba predestinado para recibir aquel retrato. No me pareció correcto colgarlo de un clavo que pusiera en riesgo su integridad al desprenderse; mejor fui por el taladro y coloqué un taquete. Ni siquiera ese desplante de consideración, extraño en mi, fue una alerta de mi fascinación enfermiza. Una vez colocada en su sitio privilegiado, aquella efigie de mujer enigmática comenzó a apoderarse de mi vida y de mis pensamientos.
Como jugando le escribí un poema: “¡Oh enigmática Mujer que resplandeces/ domeñando las sombras a tu antojo!” Así comienza, pero sería arduo transcribirlo todo, me extendí por diez páginas enteras. Desde ese día ya no puedo escribir sobre otro tema que no sea la fantástica Mujer del marco de madera. Con ella he vivido mis historias más intensas que se imprimen como huellas delatoras de mi creciente locura.
Al principio mi reducido círculo de lectores y hasta mi editor estaban encantados, fui el éxito literario de la temporada; se habló de mi hasta en los clubes intelectuales donde siempre me habían mirado con desdén, dejando amablemente a mi persona la puerta bien cerrada. Tuve acceso y membrecía a los diálogos más elevados de las mentes relucientes de mi idioma, dicté conferencias y repartí autógrafos por toda la región. Conocí lugares que en mi vida había escuchado nombrar.
Llegó el día que mi editor me dijo que hablara de otros temas, yo asentí con una sonrisa que escondía mi turbación ante la sola idea de serle infiel a mi exigente Minerva, así debe llamarse mi quimera, no puede ser de otra manera.
He vuelto al anonimato de las cuatro paredes del bunker. Únicamente salgo para comprar los víveres que aseguren mi pobre subsistencia, comprados con el escaso presupuesto ganado apenas con las traducciones y correcciones de estilo que amigos solidarios me consiguen. Esperando que salga de mi una nueva racha de “Best Sellers” para cobrarse los favores.
Nadie sabe que en la soledad de mi hermética torre de marfil, escribo sin descanso y sin tregua los poemas, los cuentos, las novelas y hasta los doctos y sesudos tratados sobre su singular belleza que diariamente me exige con su mirada fija y su media sonrisa, mi seductora y dominante Minerva.

(2013)

Descansando la vista en una imagen de la pared norte de mi estudio.

#CuentoAAmorDesconocidaElMujerObsesivoSobreUna

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