La seducción es una forma atemperada
de violación: fuerza a la resistencia femenina
a descobijar sus negaciones.
Obliga a la indiferencia o al recato
a cubrirse de escrúpulos y titubeos
e inmolarse en la flama
de la astucia masculina.
La seducción llena de interrogaciones a la presa
—¿será posible? ¡será verdad que...?—
e inmoviliza los anticuerpos
del escudo.
La seducción, ay, produce un incendio
En algunas vivencias inflamables.
Introduce en la fortaleza, vía el oído,
sus relinchos de madera.
La seducción es untada por el tacto
a lo largo de la epidermis;
se acumula en los ojos del ave de rapiña
titilantes de deseo,
y vuela hacia su presa
con aletear amenazante
que se descubre buitre en la carroña.
La seducción, en fin, sabe que el beso robado,
al colocar una libélula imprevista
mitad de la boca,
es llave que contradice las decisiones inquebrantables
de la puerta,
genera vacilaciones en la duda,
desenchufa la idea del pecado
de la moral corriente,
busca a lo largo y a lo ancho de la conciencia femenina
el escondite del consentimiento.