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Elefante

El elefante es, entre todos los animales de la jungla,
la criatura más digna, parsimoniosa y noble;
un primor de orejas grandes
y un proyecto de cola fina y circunspecta
a medio hacer.
Cuando el calor lo pastorea hacia la inquietud
desbocada del arroyo
—donde el agua construye sus jabones
efímeros de espuma—
arrastra toda su pesada majestad
a refrescar la epidermis arbórea de su cuerpo
y a satisfacer tanto la sed que le quema las entrañas
como la –no menos grande– de limpieza
que nunca lo abandona:
su trompa deja por un segundo
de medir el tiempo
y se encarga de diseñar los duchazos indispensables
a una piel que demanda ser lustrada
y brillar, con su arrugada pulcritud,
en los claros de la selva rodeados de miradas.
Mas si de repente lo invade el deseo
y siente que su sangre
se incendia en la caldera de la brama,
sufre un insólito cambio de talante,
le pone pies alados a su olfato, 64
sus ojillos, nerviosos, se sienten prisioneros
de sus órbitas,
busca desesperadamente a una elefanta
y se encarama, todo urgencias, a sus ansias
soltando el aleluya del jadeo.
Si nos fijamos bien (y no fingimos
que “aquí no pasa nada” al advertir
el punto escandaloso
que se instala, flameante, en plena jungla),
vemos que el paquidermo desvergüenza
una porción del cuerpo endurecida,
como vara de tronco que, en moviéndose,
desordena el universo.
¿Dónde quedó su porte majestuoso?
¿Dónde su dignidad
de palacio sagrado en movimiento?
El elefante se arroja sin escrúpulos
y rasgando los velos de la estética
castidad cotidiana,
al mundo de lo extraño, lo asombroso.
en las inmediaciones, sí,
de lo ridículo.
                       Ay el sexo, el sexo,
siempre trae consigo el viejo escándalo,
los dulces, persistentes, excitantes
desfiguros de la naturaleza.

(2012)

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