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La puerta

Tu queja,
tu movimiento perpetuo,
tu chirrido que es la voz
del primer fantasma de la casa,
se vive tarareando todo el día
–como los párpados–
dónde se halla el adentro
y dónde está el afuera.
Dónde se esconden el individuo,
sus lentes,
sus pantuflas
o la cometa que echa a volar en toda la recámara,
y dónde está lo externo,
la época,
el mitin en el hemiciclo del coraje,
el vendedor al menudeo de noticias,
la cita con la gota de rocío
(y su charco de puntualidad a medio pétalo),
o el vendaval que llega pastoreando
su majada de sílabas
feroces.
 
Tu voz es la voz de una frontera.
La chispa que dos límites
producen
al rozarse. 24
Acá –dice– se oculta lo privado,
el hablar solo,
el rasguñar las paredes,
el llorar con impudor salvaje;
allá, el comedimiento,
el saludo prendido de alfileres,
el aullido que emite el cuerpo humano
cuando se le fracturan
las entrañas,
la Torre de Babel
y su diálogo de sordos
con el cielo.
 
En complicidad con la cerradura,
te entusiasmas en decir prisiones,
en agusanar odiseas,
en impedir el paso
al que sufre delirio
de aire fresco,
en embarnecer grilletes,
o en permitir que la soledad
pase la yema de su dedo
sobre la carne viva.
Pero también,
en alianza con la llave,
levantas prohibiciones,
le lees al marasmo su cartilla de oxígeno,
le quitas aranceles a la atmósfera,
te arrojas a los pies del presidiario
pidiéndole perdón con un indulto,
dejas que al fin la sombra
–el hombre embadurnado de penumbras–
corra al espacio abierto,
con su cuadriga de puntos cardinales,
a comulgar con hostias de intemperie.
 
Todo depende entonces de tus estados de ánimo,
tus anuencias de cedro,
tu voluntad chirriante.
Se diría que tienes en tus goznes
la urdimbre que el destino está tejiendo
para volcar sus fauces en la mosca
de las horas contadas.
 
Por ti, desde la calle,
desde el asombro vuelto zona erógena,
llega el primer amor,
con su álbum de suspiros y de ojeras,
sus pañuelos salados,
su corazón hincado de latidos
y comulgando trozos del nombre de la amada.
Y después, cuando el tacto
le gana la partida a los prejuicios
(con la carta marcada
por una de las huellas dactilares
del deseo),
llega el primer abrazo,
oloroso a manzanas y pezones,
con oídos que sufren todavía
timideces de cera
para escuchar el canto de las sábanas.
 
Por ti –cuando entreabierta, dejas
que entren y salgan los descuidos–,
quizás atraviese también el amor último,
el cuerpo que se va transfigurando
hasta volverse espalda,
desdén en polvorosa,
mujer que se hace ausencia
con un portazo tal
que deja retumbando,
temblorosos,
la sala, el comedor y la escalera,
la alcoba, el escritorio,
los testículos...

(1998)

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