La evocación no respeta los sepulcros,
desoye la liturgia de lo efímero,
halla a flor de beso antiquísimas bocas,
clava con alfileres el chirrido
de las palabras huidizas,
da con el descubrimiento arqueológico de una caricia
polvorienta de tiempo,
hunde su interrogación
en una de las capas profundas de la psique,
embalsama suspiros,
recuerda.
La mente se desanda,
camina a contrapelo del gerundio,
reconstruye la carne desde el molde
de las huellas,
busca el olor a vida
en la carroña de la remembranza,
le tuerce el brazo a Cronos
para tender la mano a los cadáveres,
recuerda.
Limpia los ventanales de su nuca,
carga su fardo con jirones y jirones de lo ido
para quedar intacta,
sin perder siquiera
el juguete asombroso, terrible y delicado,
de la niñez,
desentume vivencias,
riega las partes verdes
de lo perdido,
recuerda.
Recuerda, recorre para atrás
la biografía, sus episodios,
los cumpleaños, con su atalaya
para atisbar la muerte, la eterna
obcecación de los aquíes
tatuados con ahoras,
el tren que, indiferente,
con sus esbozos de cerebro al viento,
su aullido como herida en los espacios
y sus ruedas desbocadas,
va en lo suyo:
lanzándose al porvenir a toda máquina,
saboreando la meta,
corriendo tras el viento,
ganándole la partida a la llegada,
siendo sordo a las voces congelantes
de los frenos,
de las instrucciones,
de los arrepentimientos del maquinista,
y olfateando en sus proximidades
la estación terminal donde mis ímpetus
se hallarán descarrilados.
Recuerda, y al momento,
volviéndose, viviéndose
fe de erratas del destino,
rememora un firmamento de pájaros inmóviles,
con alas mentirosas;
un tiempo con futuros arrumbados
en los sótanos del presente;
rememora,
y ve cómo el espejo,
con su espía de azogue,
recupera, pujando, las imágenes
que le fueron escamoteadas por la amnesia;
pasa lista a un tropel de rostros,
adioses fracasados,
gritos,
promesas
que no dieron con el modo,
el instante
o el vientre embarazado
para pasar a ser.
Mas ahora, al correr de los días,
cuando he dilapidado
casi todo mi patrimonio sensorial,
cuando derramo llanto
con todo y pupilas,
y está a punto de caérseme
el mundo que retengo entre las manos temblorosas;
ahora, cuando doy en mesarme
mechones y mechones de tiempo
y me siento invadido por el allende
y las avanzadas de su ejército
–las hoquedades de la desmemoria–,
pregunto: Dios mío, ¿cuál era el nombre de aquella
[hembra
que me dejó debajo de la almohada
sus senos, sus caderas
y la carne amasada en lo sublime
de sus muslos?
No lo sé. Lo he olvidado.
Oh masacre de sílabas.
Peste que busca su lugar en mis palabras
para diezmar sus letras.
Mis olvidos,
mi almanaque de ruinas,
dejan a la materia gris
continuamente en blanco, desnutrida, 31
famélica de nombres,
frases, manos,
ocultos bajo el polvo de mi rastro.
Los olvidos arrojan tarascadas
a la carne interior de mi conciencia,
a mi jardín de nostalgias clandestinas,
al vetusto directorio de entusiasmos
donde se apolillan
mis ilusiones envejecidas
y mis dedos, que se ahogaban de tacto,
están a punto de desmoronarse.
Olvidos, ay, que me roban discretamente,
o a mano armada,
la sonrisa de una promesa,
el pelo huracanado de una aventura,
el decir del filósofo
–que durante días y más días
puso a correr aullidos de metafísica
por mis arterias–,
la palabra seductora con que supe
forzar la cerradura de una carne,
la juventud que en mangas de camisa
levantó un imposible
para que al fin un sueño se encontrara
al alcance de la mano.
Padeciendo poco a poco un holocausto 32
de experiencias, se diría
que hoy por hoy, como oficio, me dedico
a olvidarme de todo,
a desdecir vivencias,
a dar mi brazo a torcer,
a asaltarme a mí mismo en los lugares
más oscuros del alma.
Se diría.
¿Nada me queda ya?
Con lo poco, lo poquísimo que guardo,
con éstas que podríamos llamar
las pertenencias últimas,
o mi fortuna en el aquende,
he formado un museo
para uso personal
donde me paso horas y más horas
reconociendo olvidos (desempolvados
para ser recuerdos)
o contemplando los cuadros y las estatuas
que entablan con los ojos el lenguaje
del pasado.
¿Nada me queda ya?
¿En el despeñadero de cuál de mis latidos
voy a perderlo todo?
¿Cuándo vendrá la nada
con sus manos amantísimas
a cerrarme los ojos?
El momento culminante,
intransferible,
el hoyo de desagüe hacia el que corre
la colección entera de mis ímpetus,
irrumpirá, puntualidad en mano,
con gestos de destino,
cuando tenga ya el alma agujereada
por los desánimos incontables
de la memoria;
cuando el tiempo,
encogido al presente
(huérfano de premisas,
desheredado de conclusiones)
transforme sus fronteras en murallas,
sin un solo intersticio donde pueda
ejercitar sus vicios el espía;
cuando este ahora opaco,
ciego,
mudo,
se vuelva pordiosero
de todos sus tesoros extraviados,
cuando ya no me acuerde del olvido,
cuando, amnésico, olvide tercamente
de acordarme,
de salir a la ventana a ver pasar el viento
que sopla sin cesar desde el pasado,
o tan sólo repare en que ya todo,
todo,
todo
irremediablemente se me olvida
y pasa a la ultratumba del vacío,
cuando llegue, por último, la hora
de que sea de mí de quien me vea
obligado a olvidarme.