La tercera edad hizo de las suyas
expropiándole poco a poco
piel a piel
la donosura
a la modelo.
Preocupada por el avance del enemigo
la mujer
entabló una lucha a brazo partido
con los años
y su marcha ominosa y sin respiro
a lo largo y a lo ancho de su orgullo.
Con mascarillas
cremas
afeites
—de los que usan seguramente los ángeles
demacrados—
intentaba detener
parar en seco
la implacable corriente de minutos
de lo inexorable.
Para potenciar su pugna
se hizo de un espejo
honrado
claridoso
que a la menor provocación
decía sin quitarle una coma la verdad.
Y ella se pasaba
(con su tejido de horas en la mano)
acorralándolo con preguntas y preguntas
y escuchando
contrita
temblorosa
incrédula
sus respuestas
hirientes
heladas
sin misericordia.
La modelo
en angustiosa carrera
trataba infructuosamente
de enmendarle la plana
a lo definitivo.
Pero con el paso de los años
fue perdiendo la vista
hasta quedar
ensimismada
con la niña de sus ojos
amarrada a su miopía.
El espejo también fue envejeciendo
de modo tal que
roto
sucio
derrotado
comenzó a balbucir
incoherencias.
La alcoba de repente
se llenó de mentiras y mentiras
de la llora y la fauna
de una alucinación
desbocada.
Dejó de ser
el primer círculo del infierno
para volverse el atrio
del
paraíso.