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Los olvidos

¿Es un descanso el olvido?
¿Es olvido caminar?
Es caminar empezar
a olvidarse del olvido?
Emilio Prados

La evocación no respeta los sepulcros,  
desoye la liturgia de lo efímero,  
halla a flor de beso antiquísimas bocas,  
clava con alfileres el chirrido  
de las palabras huidizas,  
da con el descubrimiento arqueológico de una caricia  
polvorienta de tiempo,  
hunde su interrogación  
en una de las capas profundas de la psique,  
embalsama suspiros,  
recuerda.  
 
La mente se desanda,  
camina a contrapelo del gerundio,  
reconstruye la carne desde el molde  
de las huellas,  
busca el olor a vida  
en la carroña de la remembranza,  
le tuerce el brazo a Cronos  
para tender la mano a los cadáveres,  
recuerda.  
 
Limpia los ventanales de su nuca,  
carga su fardo con jirones y jirones de lo ido  
para quedar intacta,  
sin perder siquiera  
el juguete asombroso, terrible y delicado,  
de la niñez,  
desentume vivencias,  
riega las partes verdes  
de lo perdido,  
recuerda.  
 
Recuerda, recorre para atrás  
la biografía, sus episodios,  
los cumpleaños, con su atalaya  
para atisbar la muerte, la eterna  
obcecación de los aquíes  
tatuados con ahoras,  
el tren que, indiferente,  
con sus esbozos de cerebro al viento,  
su aullido como herida en los espacios  
y sus ruedas desbocadas,  
va en lo suyo:  
lanzándose al porvenir a toda máquina,  
saboreando la meta,  
corriendo tras el viento,  
ganándole la partida a la llegada,  
siendo sordo a las voces congelantes  
de los frenos,  
de las instrucciones,  
de los arrepentimientos del maquinista,  
y olfateando en sus proximidades  
la estación terminal donde mis ímpetus  
se hallarán descarrilados.  
 
Recuerda, y al momento,  
volviéndose, viviéndose  
fe de erratas del destino,  
rememora un firmamento de pájaros inmóviles,  
con alas mentirosas;  
un tiempo con futuros arrumbados  
en los sótanos del presente;  
rememora,  
y ve cómo el espejo,  
con su espía de azogue,  
recupera, pujando, las imágenes  
que le fueron escamoteadas por la amnesia;  
pasa lista a un tropel de rostros,  
adioses fracasados,  
gritos,  
promesas  
que no dieron con el modo,  
el instante  
o el vientre embarazado  
para pasar a ser.  
 
Mas ahora, al correr de los días,  
cuando he dilapidado  
casi todo mi patrimonio sensorial,  
cuando derramo llanto  
con todo y pupilas,  
y está a punto de caérseme  
el mundo que retengo entre las manos temblorosas;  
ahora, cuando doy en mesarme  
mechones y mechones de tiempo  
y me siento invadido por el allende  
y las avanzadas de su ejército  
–las hoquedades de la desmemoria–,  
pregunto: Dios mío, ¿cuál era el nombre de aquella
                                                                          [hembra        
que me dejó debajo de la almohada  
sus senos, sus caderas  
y la carne amasada en lo sublime  
de sus muslos?  
No lo sé. Lo he olvidado.  
Oh masacre de sílabas.  
Peste que busca su lugar en mis palabras  
para diezmar sus letras.  
Mis olvidos,  
mi almanaque de ruinas,  
dejan a la materia gris  
continuamente en blanco, desnutrida,  31
famélica de nombres,  
frases, manos,  
ocultos bajo el polvo de mi rastro.  
Los olvidos arrojan tarascadas  
a la carne interior de mi conciencia,  
a mi jardín de nostalgias clandestinas,  
al vetusto directorio de entusiasmos  
donde se apolillan  
mis ilusiones envejecidas  
y mis dedos, que se ahogaban de tacto,  
están a punto de desmoronarse.
 
Olvidos, ay, que me roban discretamente,  
o a mano armada,  
la sonrisa de una promesa,  
el pelo huracanado de una aventura,  
el decir del filósofo  
–que durante días y más días  
puso a correr aullidos de metafísica  
por mis arterias–,  
la palabra seductora con que supe  
forzar la cerradura de una carne,  
la juventud que en mangas de camisa  
levantó un imposible  
para que al fin un sueño se encontrara  
al alcance de la mano.  
 
Padeciendo poco a poco un holocausto  32
de experiencias, se diría  
que hoy por hoy, como oficio, me dedico  
a olvidarme de todo,  
a desdecir vivencias,  
a dar mi brazo a torcer,  
a asaltarme a mí mismo en los lugares  
más oscuros del alma.  
Se diría.  
 
¿Nada me queda ya?  
Con lo poco, lo poquísimo que guardo,  
con éstas que podríamos llamar  
las pertenencias últimas,  
o mi fortuna en el aquende,  
he formado un museo  
para uso personal  
donde me paso horas y más horas  
reconociendo olvidos (desempolvados  
para ser recuerdos)  
o contemplando los cuadros y las estatuas  
que entablan con los ojos el lenguaje  
del pasado.  
¿Nada me queda ya?
¿En el despeñadero de cuál de mis latidos  
voy a perderlo todo?  
¿Cuándo vendrá la nada  
con sus manos amantísimas  
a cerrarme los ojos?  
 
El momento culminante,  
intransferible,  
el hoyo de desagüe hacia el que corre  
la colección entera de mis ímpetus,  
irrumpirá, puntualidad en mano,  
con gestos de destino,  
cuando tenga ya el alma agujereada  
por los desánimos incontables  
de la memoria;  
cuando el tiempo,  
encogido al presente  
(huérfano de premisas,  
desheredado de conclusiones)  
transforme sus fronteras en murallas,  
sin un solo intersticio donde pueda  
ejercitar sus vicios el espía;  
cuando este ahora opaco,  
ciego,  
mudo,  
se vuelva pordiosero  
de todos sus tesoros extraviados,  
cuando ya no me acuerde del olvido,  
cuando, amnésico, olvide tercamente  
de acordarme,  
de salir a la ventana a ver pasar el viento  
que sopla sin cesar desde el pasado,  
o tan sólo repare en que ya todo,  
todo,  
todo  
irremediablemente se me olvida  
y pasa a la ultratumba del vacío,  
cuando llegue, por último, la hora  
de que sea de mí de quien me vea  
obligado a olvidarme.

(1998)

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