Heberto Padilla

La sombrilla nuclear

A R. F. R.

1

 
Los viajeros tal vez,
pero yo no estoy seguro de que pueda encontrar una zona de
       protección.
En el mundo ya no quedan zonas de protección.
Cuando subo escaleras de cualquier edificio de una ciudad
de Europa,
       leo con indulgencia: “Shelter Zone”
y respiro confiado;
pero al llegar al último escalón
me vuelvo hacia el cartel
que sobrevive como las antiguallas.
 
Los anuncios de protección
son artilugios que decoran nuestra moral desesperada.
Ni siquiera hay ciudades modernas.
Todas las calles están situadas en la antigüedad,
pero nosotros vivimos ya en el porvenir.
Más de una vez compruebo
que estoy abriendo las puertas y ventanas
de una casa arruinada.
Los toldos de los cafés al aire libre han echado a rodar
Los comerciantes sobrevuelan las calles,
cortan el tránsito como una flor.
Pero yo no soy un profeta ni un mago ni un logrero
que pudiera deshacer los enigmas contemporáneos,
explicar de algún modo esta explosión.
No soy más que un viajante de Comercio Exterior,
un agente político con pasaporte diplomático,
un terrorista con apariencia de letrado,
un cubano (sépanlo de una vez),
el tipo a quien observa siempre la policía de la aduana.
Hace tres horas que están registrando desaforadamente mi equipaje.
 

2

 
Usted,
               señor viceministro de Política Comercial,
joven, ligeramente hepático, admirable, con experiencias
del pasado,
no podía sospechar esta escena.
Usted discutió el plan, señaló el viaje
               para el 20 de enero de 1966;
               pero ignoraba
que todos los proyectos estarían arruinados este día.
               Mi único error
consistió en no advertirle que un veinte de enero nací yo.
 

3

 
               De la adivinación,
de la pequeña trampa de la inmortalidad,
               vivieron los antiguos;
y nosotros somos su porvenir y continuamos
viviendo de la superstición de los antiguos.
 
               Nosotros somos
el proyecto de Marx, el hedor de los grandes cadáveres
que se pudrían
               a la orilla del Neva
para que un dirigente acierte o se equivoque,
para que me embarque y rete a la posteridad
               que me contempla
desde los ojos de un gerente
               que ahora mismo
leyó mi nombre de funcionario
               en su tarjeta de visita.
 

4

 
Las horas van tan rápidas que me atraso a mi vida.
Ya tengo hasta el horror
               y hasta el remordimiento de pasado mañana.
Me sorprendo, de pronto, analizando el mecanismo de mi serenidad,
        viajando
               entre el este y el oeste,
               a tantos metros de altitud,
observado, sonriente, por la azafata que no sabe
que soy de un continente de luchas y de sangre.
¿Es que la flor de mi solapa me traiciona?
¿Y quién diablos puso esta flor en mi solapa como una rueda
               insólita en mi cama?
 

5

 
Ese hombre que fornica desesperadamente en hoteles de paso.
Ese desconcertado que se frota las manos,
el charlatán sarcástico y a menudo sombrío,
solo como un profeta,
               por supuesto, soy yo.
Me estoy vistiendo en un hotel de Budapest, deformado
               por otra luna y otro espejo.
Feo; pero el Danubio es lindo y corre bajo los puentes.
Viejo en sotana, Berkeley, yo te doy la razón:
esas aguas no existen, yo las recreo igual que a esta ciudad.
 
A un lado Buda,
               al otro lado Peste,
                               un poco más allá está Obuda.
        Aquí hubo una contrarrevolución en 1956;
        pero sólo los viejos la recuerdan.
Intente usted decirlo a estos adolescentes que se devoran
en los cafés al aire libre, en el pleno verano.
Una muchacha judía me dice que tiene visa para ir a Viena
        (y con cincuenta dólares).
Un poeta me cuenta que ya circulan por el país
libros de editoriales extranjeras
        (“y han regresado muchos exiliados”).
Bebe; se achispa y me recita la Oda a Bartók, de Gyulla Illyés.
Otro me dice que casi está prohibido hablar de guerrilleros,
que él ha escrito un poema
pidiendo un lugar en la prensa
        para los muertos de Viet Nam.
Luego vamos al restaurante; bebemos vino con manzanas;
comemos carne de cordero
        con aguardiente de ciruelas,
“Pero esta paz (grita Judith como quien emergiera del lago
        Lobaton).
Esta paz es una inmoralidad.”
 

6

 
Yo he visto a los bailarines de ballet, en París, comprar
        capas de Nylon.
Las vendían después a cien rublos en Moscú.
        En una plaza enorme
        me querían comprar mi capita de Nylon,
        Era un adolescente. Se dirigió a mí en inglés.
Le dije mi nacionalidad
        y me observó un instante.
        Súbitamente echó a correr.
 
En medio de la fría, de la realmente hermosa y fría
        primavera de Moscú,
        yo he visto las capitas
        azules,
        ocres,
        pardas.
        Las estuve mirando
hasta que terminó el verano. Flotaban
sobre los transeúntes,
        occidentales, tibias,
         (parecían orlas)
a bajo precio en Roma, a bajo precio en Londres,
a bajo precio en Madrid;
        la industria química esforzada
en las astutas combinaciones del mercado
para que un bailarín las compre apresuradamente,
a la salida de un ensayo,
        en los supermercados de París;
miles de bailarines revendiendo, comprándolas, ocultándolas
como demonios diestros en las maletas anticuadas.
 

7

 
Imposible, Drumond, componer un poema a esta altura de la civilización.
El último trovador murió en 1914.
Imposible detenerse a encontrar, no diré yo la calma
que uno se tiene de sobra desdeñada,
        sino una simple cabaña de madera,
una ventana sin radar,
una mesa de pino sin mapas, sin las reglas de cálculo.
¿De qué lado caerá algún día mi cabeza?
¿Cuánto dará la CIA por la cabeza de un poeta, vivo o muerto.
¿En qué idioma oiremos una noche, o una tarde, el alerta
        en la áspera voz de los gramófonos?
Porque nadie vendrá a calmar a los amantes o a los desesperados.
(Se salvará el que pueda, y el resto a la puñeta).
Ya ni siquiera es un secreto que los conjuntos folklóricos
        fueron adoctrinados
        y cualquier melodía predispone al desastre.
¿Dónde pudiera uno meterse, al cruzar una esquina, después
de haber oído las últimas noticias?
Efectivamente,
        alguien puede ocultarse en los tragantes,
        o en las alcantarillas,
        o en los tiros de las chimeneas.
Han visto gente armada saliendo de las cuevas, calándose
las gorras desteñidas;
        hacen rápidos mapas en el polvo, son expertos
en la feroz alianza de un palo y de una piedra
        (todo cuanto arruine y devaste).
Somos los hijos de estas ciudades maravillosamente adecuadas
        para la bomba.
Lo mejor
        (y lo único que podemos hacer por el momento)
        es salir de nuestras bibliotecas
a ventilar los piojos que se abren paso en nuestras páginas;
        porque ya para siempre
hemos perdido el único tren que pudo escapar a la explosión.

De Fuera del Juego, 1968

#EscritoresCubanos #FueraDelJuego

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