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Capítulo I

Y muera como un tigre el sol eterno”

Leopoldo Lugones

...ella (olvide decirlo antes) tenía los ojos miel, color miel. Me refiero, por supuesto, al marrón frente al sol, al color que toma el agua del té en la mañana; podría decirse que tenía ojos de té, de mañana. No quiero exagerar, pero de verdad su piel parecía intocable: tan blanca como la leche, aunque una leche con nata; quizás alguien la toque en su superficie, quizás alguien la invada con su tiempo y envejecerá, le saldrán arrugas y demás cosas de las cuales todo ser huye; pero ella no, ella no huía, ella te pedía que la toques. No le tenía miedo al tiempo y por eso éste la perdonaba, pasaba por encima. Ella tenía ojos tan raros, tan suyos. Eso lo explica todo.

En el zaguán, donde un vidrio muy transparente daba a una suerte de pasillo, ella y yo—nosotros separados, claro—conversábamos; era el mejor momento de la mañana, la hora en la que empezaban los postres y el café con leche tibio, donde la claridad no menguaba más allá de las pequeñas lloviznas y nubes pasajeras. Había también sauces y sombras tibias, todo un jardín donde correr o andar en bici sin tocar jamás límite alguno; diversiones infantiles hasta tarde, donde esos altos arboles contra el cielo parecían retroceder, degradándose a siluetas confusas y ruidos de viento. Creo que se entiende la felicidad del amanecer, del pasado. Era el claro sol de los días.

Pero no todo es perfecto. Considero que la memoria, al pasar el tiempo, ignora aquello que en un principio jamás debió tomar: como el calor asfixiante del sol al pasar por el translucido zaguán; como la humedad de la lluvia y los días nublados que dan, de vez en vez, excepciones; como la cara de odio, de rencor, de la gran bruja, la abuela de María. Todo aquello olvidado y dado por supuesto: claro que no recuerdo nada de eso, pero sé que fue así porque Buenos Aires, en esos días, era tierra de lluvias (más que tierra, barro), porque el sol, aunque es eterno, muere como un tigre, y porque cuando hay lluvia y hay sol, siempre pero siempre habrá, a la mañana, alguna nube que amenace con su sombra inevitable: en aquel tiempo la gran bruja (y lo repito), la abuela joven de nombre Graciela, hizo todo lo posible por separarnos, por tapar el sol con sus Largos dedos largos. No sé si podría decirse que lo logró.

En fin, creo que rebuscar y rebuscar en la memoria es lo mismo—y entiéndase lo mismo en el sentido de un espejo o de una gota de agua—que rebuscar en el Universo. Con la misma lógica pienso que el amor por el otro es el mismo, espejo de un espejo, que el propio: ese amor egoísta, reverencial siempre y cuando la figura de uno sea clara, consistente. Poco a poco fui entendiendo (y tuve que recoger pedazos de vidrios, cortarme) que todas las cosas son espejo, que en la carne del espíritu el tiempo golpea con más fuerza; lo único que sobreviven son los ojos, y para estos el sueño significa la muerte, algo más que pestañear despierto. Y cómo saber que miraba María en mi cuando se miraba, cómo saber que habrá visto en el suicidio de Horacio, su padre; o en mi partida al Sur, al agua y al frío...
No lo sé. Nada supe de ella. Solo el nombre de la calle en la que cayó.

Hace siete días, mientras hablaba con Dante de la vida, recordé a María luego de una larga ausencia, por no querer decir luego de olvidarla:

—Soy contra yo: ahí radican dos formas de inmortalidad y de muerte. Yo no sé qué elegiría... ser sin conciencia, que puede implicar una paradoja, o ser con conciencia, que puede implicar un hastío frente al infinito y a la eternidad—Dante, frente a mí, siempre se templa. O acaba hablando de la vida o acaba hablando de la muerte. Siempre termina con la misma conclusión: no hay diferencia alguna.

—...no sé, cuando tomo un poco de esto que traés...—agité la botella de whisky, de aquel horrible whisky que en realidad fingí tomar—...ya no distingo el mundo metafísico del real. Humilde opinión: quiero café, eso sería celestial... inmortal.

—...ahora—prosiguió Dante, ignorándome correctamente—también creo que todos los días del hombre se reducen a uno: el día en el que sabe quién es, ¿Vos sabes quién sos Gustavo?

—Sé lo que no soy, y lo que puedo llegar a ser. Digamos estoy en la lucha.

—Mmm... no sé, creo que no te gustas. En cambio, mírame, yo sí me gusto; pero no porque coincida con el gusto ajeno, sino porque existo en mí mismo, persisto, chabón.

—Todo este tema... ¡Ojo, por demás interesante! Se me hace... más que aburrido se me hace...—no podía arrancar, no quería dañar la sensibilidad “espiritual” de Dante—...repetitivo o innecesario... quizás un café me vendría bien, le vendría bien a mi disposición y a mi oído.

—Vos sos (y estas) muy dormido. Te cansas de buscar y seguís buscando; en tu búsqueda ya te perdiste.

—Creo que cualquier charla metafísica no ignora un hecho físico: tengo ganas de un café... seguí ignorándome y...

—...ya te perdiste en tu propio desierto, en tu propia esperanza.

—...y me enojaré. Nunca ninguna charla normal, amigo. Todo debe ser tan pero tan transcendental. Nunca una charla que empiece con un “¿Cómo estuvo tu día?” o con un “Hace frío che...” tan siquiera... tan siquiera un cómo estuvo tu día...

Dante miró hacia su ventana. Se dirigió a la cocina a unos metros, y prendió su cigarrillo contra la llama de gas que calentaba mi pequeño departamento desordenado con botellas y restos de porro. Nuestro reflejo en el vidrio empañado, en superposición con la oscuridad de la ciudad, me hacía pensar que detrás de ambos había algo así como un teatro, que todo afuera era el silencioso escenario, que nuestros rostros blancos y nuestros trajes de gala (dos horas antes, el casamiento de Cristina; a quién le importa) solo eran máscaras muy ingeniosas. Frías máscaras y el mundo. La conversación, que había empezado con un comentario filosófico sobre la muerte de María, ahora era silencio, whisky barato y yo deseando estar borracho, aplastado contra el sillón que se hundía.

—Que como estuvo tu día... eso ya lo sé. Lo deduje apenas abriste la boca y comenzaste a hablar del pasado. Pero vos no me preguntaste a mí. Mi día estuvo más que bien en realidad. Conocí a una chica increíble de verdad, tengo una buena impresión con o de ella, como se diga. Se llama Analís. Es una poeta perdida, al igual que nosotros. Ahora una poeta encontrada. Le encantan las películas de...

—Será otra más de tantas. No te ilusiones.—le interrumpí.

—Woody Allen, de Fellini. Cine clásico.

—Nada se define por los gustos, Dante.

—Estoy de acuerdo. También le encanta (como a mi) Cortázar y Saer, Gustavo ¡Cortázar y Saer!

—A todo escritor joven les “encanta”. Y podría decirte cosas sobre el encantamiento, cosas de palabras. Cosas que nos encantan a algunos hombres... como las mujeres, como las mujeres que nos miran...—tomé un trago de aquel whisky, esta vez no fingí—como las mujeres fáciles.

En aquel momento sólo quería dañar la tan barata (e increíble, lo admito) capacidad de Dante por el amor, quería dañar su capacidad de enamorarse a pesar del pesimismo y de la cruel realidad. Yo estaba demasiado en el borde, en el margen de aquella hoja donde rápidamente se escribía todo lo tragicómico de mi vida. Todo había salido mal en el sur, todo había salido mal en mis deseos. Ahí acostado, oliendo el porro que se quemaba frente a los labios de Dante... Sin trabajo, sin futuro, con el pasado saliendo del ayer al anteayer, también queriendo invadir mi hoy, mi hoy sin mañana. No podía tolerar la felicidad, y mucho menos una felicidad tan fácil, tan natural.

—A vos Gustavo te hirió el mundo. La muerte está en la realidad... todo lo que es llega a no ser. Ser es definirse, y definirse, recordá a Wilde, es limitarse. El límite es la muerte.

—María siempre fue María—respondí mientras me levantaba. Busque la billetera para irme a comprar algo dulce, pensaba en medialunas para el desayuno del día siguiente, o algún té con sabor frutal. De todas formas, no podía irme de allí dramáticamente, tenía que disimular mi enojo; le había dado a Dante un refugio hasta que consiguiera un trabajo y el dinero suficiente para...

—Sí. Ella fue algo así como el amor de tu vida... aunque tal cosa no existe.

—Quién sabe.

—Cuando no te sabes explicar siempre te haces el callado.

—Puede ser.

—Todo es, Gustavo. Creo que ella lo fue.

Lo era, lo es. No era razón suficiente la imagen de María: la piel blanca tostándose en el transcurso del día, los ojos menguantes, las pequeñas expresiones que entran porque innecesariamente pueden entrar... era algo más allá, una música que vibraba desde los pies hasta los oídos y seguían su viaje; dos tazas de café mientras, fuera donde todos se mojan, la lluvia indicaba frío, azules inviernos, blanca nada, y en medio una casa donde se volvía al rojo, al naranja, al café marrón y se está tranquilo porque... porque así son los barcos a la deriva, los refugios de bombas atómicas, humanas.María fue todo eso y más.

Cómo decir felicidad frente a la tumba, pasado frente al presente de cara al futuro. Cómo decir Dante, cállate...

Era fácil. Encontré mi billetera, conté mi plata (novecientos pesos y monedas) y me fui, no sin antes mirar como Dante, sin sorpresa, se levantaba a hacer un café que yo ya no pensaba tomar y que, para el colmo más colmado de mi día colmado de mierda, es el mejor café que podría tomar (que no tomé).

Sé que es una estupidez mía, una de tantas estupideces mías, el enamorarme. No sólo de María, sino también de sus imitaciones posteriores. No sólo de figuras, sino también de sombras y memorias. Es también una estupidez, quizás la más grande, el escribir. Escribirla. Escribirlas. No conformarme, estar conforme, ser inconforme; ser. Hasta ahora, desde que comencé a divagar en esta página, no te he hablado verdaderamente a ti, quien me lee. Quien me crea. Quizás debés saber que mi estación favorita es el invierno, aunque mis mejores días fueron soleados y calurosos; debes saber que mis modales son muy pocos, aunque mis padres se esforzaron en moldear lo informe. Siempre he sido de aquellos hombres flojos que temen al absurdo, que apenas se llaman hombres. También de aquellos humanos que temen al amor, a entregarse, a desaparecer su yo, a morirse por un tiempo. Siempre asumí el papel de hombre confundido, aunque no debían de enseñarme de nuevo el amor; siempre interpuse mi conciencia en los besos y el sexo, pero jamás creí que esta misma se iba perdiendo en el fondo, como un espectador en vigilia, en un cine repleto de películas tristes.

Ah, claro. No he seguido el hilo: Dante, café, departamento... María. Qué se podría decir, que Dante encontró el amor definiéndolo como amor. Esa palabra pequeñita que se inclina a ser su propia O. O, como luna, como amor.

Claro, Dante el refugiado. Pronto aprendió que dos personas enamoradas son dos ojos: dos ven más que uno, claro, pero sólo hay una imagen. Los ojos nunca se pueden ver entre ellos, no: es lo triste y lo bello. La soledad siempre está asegurada. Es gracioso de igual forma eso de filosofar y crear preguntas y respuestas. Todo acto humano es eso, si me permiten irme de tema de nuevo: fe de respuestas frente a la infinidad de preguntas. Es la única certeza, la razón para de verdad existir, de verdad levantarse en la mañana, de verdad amar, ser circulo.

Cómo amarla con rima de día, de poesía, si yo no... digamos que yo, naturalmente, aún sigo en mi búsqueda. Yo... sencillo, natural, aún no soy yo para su yo tan mío en mi mente, mi mente, mi extraña mente que no para de divagar.

Ah claro: Dante, café, departamento, María, amor, filosofía. Era todo lo que pensaba mientras baja del departamento de Dante hacia la calle, hacia Buenos Aires, Argentina, y todo ese inevitable exterior.

II

Era de noche. El otoño en la calle no daba tregua. Los autos silbaban al pasar dejando como una estela dorada al viento y a sus hojas muertas.  Otoño esos días se me presentaba como una estación de formol, de cosas muertas, pero, inevitablemente, bellas: qué romántico, qué desperdicio de arte que no soy capaz de captar. Ahí, en la acera, el viejo Raúl recogiendo basura:

—¿Cómo andas, pibe?—una gabardina verde-oscura y larga fue lo primero que vi, rota y tocando el suelo. Tras la suciedad de la cara y los dientes amarillos venían más palabras que no fui capaz de entender.

—Bien ¿Y usted?—dije.

—Acá andamos, como siempre ¿Qué cuenta el Dani? ¿Cómo anda?

—y él anda...—me interrumpió:

Siempre la gente anda tirando pelotudeces a la basura.—decía mientras revolvía el basurero—Siempre pelotudeces, nunca nada que sirva...

Ese es el chiste de la basura ¿no? Pero me lo callé:

—Dante anda bien.

—Creo que encontró una mujer.

—Creo que sí...

—A ver para cuando vos eh.

—...no me gusta que...

—¿No te gustan las mujeres?

—No me gusta andar encontrándolas, ni buscándolas.

Las personas son increíbles.  Al principio Raúl me parecía un vagabundo más de la ciudad, o de esos vendedores ambulantes que te siguen casi obligándote a que les compres algo (aunque debo admitir, a veces a un buen precio), pero más que un vagabundo o un vendedor, era un regalador, si tal cosa es posible. Pensaba cosas muy extrañas de la vida, como que el planeta tierra era un huevo con un ciclo de años tan vastos como la cantidad de granos de arena de todo Mar del Plata, o que el tiempo, al llegar a su fin, comenzaría a correr al revés y la verdadera muerte vendría con el nacimiento. También, y de ahí mi denominación, regalaba objetos que él mismo armaba con la basura de la ciudad y algunas partes de instrumentos que los encargados de los edificios de toda Capital encontraban en los sótanos. Sus regalos eran azarosos, sin motivo, sólo de pronto se los daba a alguien. Porque sí. Así lo conocí, y así también conseguí el regalo que le di a Cristina por su boda (ya te, o les, contaré más tarde).

Raúl se quedó hablando sólo. Me fui hasta el otro extremo de la ciudad, hasta Palermo, y en una panadería muy famosa para nuestro grupo de amigos (Dante, Hugo, Cristina, Oliverdo) compré trescientos pesos de chipa, media docena de medialunas y un frasco de café (el té me reseca), aunque una vez me acerque a tomarme el subte, le compre a un paraguayo dos roscas de chipa que, a mi parecer, tienen mejor sabor.

Una vez en el subte y como era mi costumbre, miré hacia el techo con la esperanza de ver el cielo. Siempre odie los lugares cerrados; sólo me siento cómodo si veo nubes, azul, cielo sobre mi cabeza. Pero en vez de cielo, encontré un papel pegado al lado de una de las luces del vehículo que temblaba como un gusano. El papel, algo viejo por la humedad y la mugre inherente a cualquier espacio público (al menos en Argentina), sólo decía en letras grandes: SIEMPRE VOLVERÁS, UNA Y OTRA VEZ. Tomé mi celular, abrí la cámara y le saque una foto haciendo zoom. El papel, en principio, tenía razón: era la puta linea D. Pero en otro sentido más amplio... esas palabras me daban miedo.

Dante no dijo nada cuando me oyó llegar. Abrí despacio la puerta del departamento, tendí una manta en el piso y usé una campera como almohada. Pensé en María, pensé en su padre, tomando esa decisión. También pensé en Graciela, la gran bruja, y en todas las cosas que aún no podía entender de mi pasado; de su pasado. Del pasado de todos...

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