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Schopenhauer, la vida y el arte

A Gonzalo

Toda la vida es, esencialmente,
un heredado sufrimiento.
(Tú lo sabes. Yo lo sé.)
Aunque a ratos creamos ser libres,
siempre terminamos ahogados
en los mares del aburrimiento.
Y en eso, no hay categoría que valga:
Todas las razas, todas las clases, todos los géneros.
Todos viajamos en un mismo barco;
pero uno que sabemos se va a hundir.
Somos un enorme péndulo de almas
que se mueve entre Escila y Caribdis:
Nos alejamos huyendo del dolor,
para entregarnos a las garras del tedio.
Al final, somos esclavos de ese deseo
infinito al que fuimos condenados
y lo más que podemos esperar del destino
es como la limosna que damos al mendigo:
Le permitimos un día más de vida,
sólo para prolongar mañana su tormento.
Es que en el fondo sabemos
que el mayor delito del hombre
será siempre haber nacido.
 
No, la vida no es bella.
(¡Tú y yo siempre lo hemos sabido!)
Y no lo es, no por los azares. No.
No lo es, porque así fue pensado.
Es, si se quiere, la opción por defecto
que debemos aceptar.
(incluso el suicida la acepta,
porque no renuncia a la vida en sí,
sino sólo a la que le tocó padecer)
Lo que sí es bello son ciertos cuadros de la vida,
y más aún, aquellos reflejados en el espejo
casi perfecto que nos ofrece el arte.
Pensó Schopenhauer que la contemplación
estética, especialmente de la música,
es una de las tres rutas que tenemos
para liberarnos de esa cruel existencia.
En sus palabras:
 
“La música presta voz a las profundas
y sordas agitaciones de nuestro ser;
[y lo hace] fuera de toda realidad y,
por lo tanto, de todo sufrimiento”.
 
Una reciente experiencia le da sustento
pseudo-empírico a dicha reflexión:
Mientras tocaba la guitarra,
sentí por un momento que moría.
Más precisamente, sentí que mi corazón
no aguantaría su ritmo de tren descarrilado
y que, de no mediar milagro o ambulancia
—ambos igual de improbables—
terminaría estrellado contra mi pecho.
Para mi sorpresa, la máquina se calmó.
Volvió a su ritmo lento, con el que entra
al pueblo en las tardes de primavera.
Y de pronto, todos los acordes,
mayores y menores,
sostenidos y bemoles, resonaron
entre mis costillas y salieron de mi boca
como extensiones naturales de las cuerdas,
del mástil, del instrumento entero.
Y lo más improbable:
Todo en perfecta sincronía con la marcha
tranquila de mi corazón.
Un orden, bajo el aparente caos.
Me sentí, como nunca, un reflejo, un otro.
Y como testigo de mi propio funeral,
por primera vez lo vi no en negros trajes de duelo,
sino en pájaros azules.
No desde la pompa de un ataúd,
sino flotando en un velero.
No bajo tierra, flores y gusanos,
sino sobre la más alta de las araucarias.
No con plegarias al alto cielo,
sino con canciones de libertad.
Y en esa claridad sentí que mi vida,
y la de todos los hombres,
no es más que el sueño de un espíritu eterno
y que la muerte no es más que su despertar.
 
Y en el último acorde de esa suave melodía,
recordé a mi primo Gonzalo Cantero Morales,
cuyo joven motor se detuvo de improviso
hace ya tres indescifrables semanas.
Fue esta última visión la que me trajo de vuelta y me inspiró
a escribir estas confusas líneas.
Se me hizo necesario.

Piaciuto o affrontato da...
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