He cometido, sin embargo,
todos los actos que un hombre feliz puede cometer.
Y he visto un ejército de lamentos atravesar el tiempo,
ardiendo como un bosque en Birnam,
en los lomos de la poesía.
Y ha recitado mi cuerpo
como un regreso el sabor del miedo.
Han atado, dóciles y bravos,
mi espalda al fragor del asta, furiosa y ardua
como la medida del deseo,
y me he escuchado en cada vena el clamor del tiempo.
Sé de sobra cuánta noche cabe en un espejo.
Y he cogido la mano última
de alguien que ha vuelto del ocaso
al que ha vuelto y lo ha bañado
mientras lo arrastraba por los pies la muerte helada.
He respirado la sal
y también he devuelto el remo.
Por mí Caína espera.
Por mí los seis pies del hexámetro o de tierra.
Y he visto a una mujer morir
como una víspera en el agua,
respirando un secreto su cabello,
como acaso danza el humo cuando nadie hay cerca.
Y yo también he muerto,
tantas veces, que a veces nunca he muerto.
He visto a un hombre
que negaba tres veces antes del gallo
algo que no existiera ya sobre la tierra.
Abrirse como una flor que nadie ha visto, las bocas de marfil de Shibam a Alepo.
Derramarse como rubíes el olvido en la vendimia.
He visto un hombre con mi rostro señalarme.
La sangre de Agamenón en el cuello de un cisne.
Derrocarse por un momento,
en los ojos de Eurídice,
el infierno.
He visto a Mumtaz en la piedra rosada de un cenotafio, demasiado duradero para ser eterno,
gritando a la arena,
con forma de lágrima,
que no hay olvido.
Y he visto a Dios,
dejando amaneceres sobre la tierra seca
como una lenta rosa en la mano de un muerto.
Y también la he visto a ella.
Y toda la luz que cabe en unos párpados
que se aprietan al instante.
He escuchado, con perversa justicia,
la herejía del hombre que duplica el paraíso
sólo haciendo temblar la cuerda insólita.
He escuchado en el mar indescifrable mi nombre,
mecido entre los labios de los Atlas.
He visto el caballo sin alas,
hollando el paraíso en la rodilla humillada
de un ruego persa;
erguirse frente a Egipto,
en la isla de Faros,
en la llaneza silbante,
el leopardo y el fuego de Ilión en el sueño de un niño,
que finge que despierta y no sabe que me sueña,
que finge que sueña y no sabe que despierta.
Y he cometido, sin embargo,
pese a la minuciosa indiscreción de cada acto,
la temeraria y solitaria labor de la esperanza.