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Fábula

Subiré. Yo subiré. Y luego sólo yo disuelto subiré. Una galleta de
alforfón y uvas pasas, un
puñado de grosellas secas,
la cantimplora (no nos
llamemos a engaño,
contiene vino de arroz,
rebajado). Subiré hasta
alcanzar la cúspide, yo:
y luego disuelto la
alcanzaré.
No soy. No estoy. Está la vía. El macizo de flores blancas sin latitud,
flores innominadas, en la
cima. Unas abejas rojas
libando, surgieron de mi
madre al morir, le deben
la existencia, pronto las
veré (ascuas) (intermitencias)
seguiré pronto con la mirada
la trayectoria ida y vuelta de
la flor a la colmena.
Estaré hecho de barro sin conformar, vuelta y media del torno, saltar
unas astillas (¿ígneas?) amaré
por primera vez en mí lo
incompleto, sólo amaré lo
incompleto en cuanto barro
y paja, lengua muerta, pelo
estropajoso de espantapájaros,
rodillas raspadas, una flor en
el ojal de la solapa del saco
de tergal a gruesas rayas,
alcanzaré la máxima altura
de la escalada.
Mi ascenso. Yo subiré. Y luego sólo ascenso del cuerpo desprovisto
de figura imaginaria, sólo
movimiento aligerando,
no carga a espaldas sus
espaldas, no deja huellas
a su paso. Llueve de
Oregón a Vancouver: el
agua, mientras afecta mis
sentidos todavía, no me
moja.
Se inclina primero la cabeza, luego hasta la cintura (tres veces): se
farfulla, los ojos entreabiertos,
flor blanca penetra, se
descompone. Una babosa se
acerca a besar el rostro de la
abeja (ved la paciencia de la
abeja): se juntan, antenas y
orificio, en las alturas (¿qué
me aguarda allá arriba?). De
momento sólo sé que la abeja
(cuánta conmiseración) alucina
a la babosa en su vuelo nupcial
(nuncio de transformación) liba
flor blanca la babosa en el ojal
de mi solapa.
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