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UNA INMERSIÓN

No tienes por qué llevar al límite
esa inmersión, faltaría más.
Con volver a aquel sueño o intuir
en algún sitio el olor de una naranja, basta.
Un poco de actitud
y destruir toda fe de hipocondría,
toda argucia, cualquier resquicio
de páramos pintados o tramposas
entelequias. Has sido
lo que querías ser, y lo sigues siendo.
Has visto
objetos intangibles e ideas
que se tocan, y las seguirás
tocando.
Tu memoria es frágil como un río
e inmensa como un reloj
que a su vez es hijo de otro reloj que corrobora
afinidades. Vivimos sobre ciertas paradojas
y por encima de contraindicaciones. O no.
El sistema que niega la emoción
tan solo es una fábrica de incrédulos.
Escribir es otra cosa, y no hay nada
concluyente o exacto. Piensa
en todo lo que ves, en esa hermosa
diligencia de plantas que se elevan.
Multiplica la visión, y no te pares
a descansar más de la cuenta.
 
Deberías pensar que todo esto
al final te ha servido para construir
un hotel invisible de nueva intimidad. Y lo compruebas
con el mismo pensamiento
que construyó cuartos de hotel, grandes salones.
O un hermoso poema, digo un párrafo cualquiera
de Steinbeck
y las musas de los elefantes en aquel documental.
O los carnosos labios
de Marina. O aquella noche
tan dulce en Santander. O una canción de Pink Floyd
tras dejar de lado otro lienzo con tormentas.
Lo irreal cambia constantemente de lugar
al tiempo que niega cada desaparición.
Algo así.
Interpretar todo el verano
como un radar interpreta el sitio exacto de un portaviones
o como un poeta revolucionario de Guatemala
escribe la palabra amor
y con franqueza destruye el mar de su miseria.
 
Sí, interpretarlo. Acabar con sus máscaras.
 
Vivir es mejor que comerse la cabeza.
No lo dudes.

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