Las nubes opacan nuestra mirada al infinito, su simple presencia no es que sea mala, ni buena, únicamente están allí y, nosotros anheladores del todo, sufrimos por ello. Solo tenemos que subirnos en ellas, pisarlas y contemplar el vacío tallado encima nuestro; aniquilando con ello toda lógica, plantando deseos en nuestras necesidades más impolutas de saber, estallando en una guerra con el exterior y la capacidad de vivir; sufriendo las consecuencias perdurables tanto que eternas encasillando la variedad, la diversidad; una manta acogedora de estrellas de distintos tamaños y brillos apoderada por el pecho, el latente ocioso, mi mítico y primigenio adulador de lo bello e imperfecto: mi amor.

Asi pasaba mañanas y noches solemnes de bullicio introspectivo. Sin relacionarme con la luna llena para evacuar mi aullido desgarrador entre contribuyente necio sobre paradójicos fractales de amargura, sospechando de si aquellos brotes diminutos una vez florecidos no volverían a dejarme como la última vez, acariciando con indiferencia adrede por miedo a fallecer esta noche, la idea del sentir algo más al ahora, al ayer, a quién sabe que más será.

El viento excita el estar, ¡también he de moverme!, aludo a ya no excusas, aturdí mi soñar, reposo sobre la silla imaginando no sin dejar de caminar.