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Algún día de estos

Para Cary y Jose

—¡Qué delgados!
Casi con indiferencia dejó la foto a un lado. La volví a tomar: en blanco y negro, con el uniforme del preuniversitario, mirábamos a lo lejos.
—Es extraño que no hayamos mirado a la cámara. Además, fíjate, está mal: tiene mucho aire detrás. El espacio libre debería ser este, el que está frente a nosotros.
—Si tú lo dices... Para mí no hay mucha diferencia.
—No te preocupes, son cosas del oficio. Yo no sabría auscultar y saber si los pulmones están bien. Y eso es más importante que el aire en las fotos.
Entonces mirábamos a lo lejos, al futuro: él sería cardiólogo, inventor de nuevas técnicas quirúrgicas, yo revolucionaría el periodismo insular con mi mirada fresca y honesta, y Cary, invisible pero presente, pues fue quien tomó la foto, ensayaría métodos alternativos para la curación del cáncer.
—¡Qué delgados!, repitió.
—A mí me serviría esa falda. La blusa quizás no, pues los senos, tú sabes, pero la falda sí. Y los zapatos. Tú no cabrías allí.
Lo miré: la misma cara. Salvo el peso, todo es igual, hasta el tic nervioso en el ojo derecho.
—No es que estés gordo, es que eras demasiado delgado. Antes, a esa edad, se era más delgado que ahora. Ahora hasta las casi niñas tienen celulitis.
—Hablas como si hubiera pasado mucho tiempo. ¿Qué son veinte años?
—En cosas como ésas no, pero en la vida de uno sí. Cary también era muy flaquita, y, ya ves, engordó un poco.
Nunca más volvimos a reunirnos los tres. Ellos, aunque en cursos diferentes, coincidían de rato en rato en el Instituto. Los veía, en mis saltos a la ciudad desde Santiago de Cuba, pero siempre a uno o al otro: nunca juntos. Después fue aún más difícil: a Cary la ubicaron en un municipio, yo tenía un horario muy irregular y él vivía la pesadilla de un cuerpo de guardia. Y después, mucho después, Cary tuvo que irse a España buscando la cura para su niño, con una rarísima enfermedad en la piel. La foto, por tanto, cada vez se pareció más a la realidad.
Pero ya no se parece, o es otra la realidad, pienso mientras le dedico los libros, al menos eso le puedo dar: libros que a lo mejor no leerá o que, quién sabe, sí leerá por aquello de conocer a la autora y querer adivinarla aquí y allá: libros tan reales como la foto. Para Cary también tengo unos guardados, sin dedicar aún, que algún día le enviaré.
Las dedicatorias son a veces muy difíciles: lo invito a pasear conmigo esas calles, a leer esos otros libros de los que hablo, en fin, puras fórmulas que parecen gestos corteses: darle los libros justo ahora vale más que cualquier palabra en la primera página. Y lo llamaré, sé que algún día de estos lo llamaré, y me dirá la voz suave e inconfundible de la madre que qué lástima, que ya está en Canadá, que todo fue muy rápido y no tuvo tiempo para nada. Y le llevaré los libros, pues ella se los hará llegar. También, tal como les prometí a él y a Cary, le sacaré copias a la foto, tan nítida y con tan perfectos contrastes como el primer día.

Incluido en "El escritor y la bibliotecaria", Ed. Ácana, Camagüey, 2015.

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