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Utopías

¿Qué hago aquí? Esa pregunta, en apariencia tan inocente, es en realidad una mascarada más. No es la pregunta esencial, esa que por miedo no pronuncio, siquiera la pienso.

Debería, para ello, pensarme a mí mismo. Y eso es imposible; imposible en tanto no aparte la incómoda hojarasca que me separa de mí, ese vocerío innoble que pretende definirme, etiquetarme, condenarme... No como lo haría un juez inamovible, ni la escurridiza y tenaz opinión pública. Es más bien ese sello, dictatorial dictamen, que pretende de una vez fijar mi naturaleza.

Quiero pensarme y logro a lo sumo una frase hecha. Y una frase, sea de Pascal, Emerson, Unamuno u Ortega y Gasset, siempre es una frase. El hombre es él y sus circunstancias, por ejemplo. ¿Yo, en esta playa, soy el mismo que era ayer, en el bullicio urbano, perdido en la inmensidad oceánica de la calle? ¿Esta calma me modifica? Claro, no son esas las circunstancias de que hablaba Ortega. Es una broma más, la mía, que la de Ortega es bien antigua. Definir ese “él” puede ser terrible, y las circunstancias, otro tanto. O sea, ¿quién define las circunstancias? ¿Existen, como pretende el mejor—¿el peor?—marxismo “fuera e independientemente de la conciencia”? Pero si no las defino no puedo definirme. Mi circunstancia primera sería mi nacimiento en cierta familia, en cierta ciudad, en cierto país, en cierto régimen político. Pero esas serían las circunstancias, hasta cierto punto de vista, comunes a otras muchas personas. No pueden ser superpuestas dos trayectorias. Pensemos en mi hermano, por ejemplo. Aun cuando han sido casi idénticas nuestras circunstancias, somos muy diferentes.

Si pienso en el “él”, o sea, en mí, ¿qué permanece? Elegir el periodismo: ¿esencia o circunstancia? Haber renunciado a ejercerlo, ¿es esencial o es circunstancial? ¿Fueron una serie de asuntos menudos, ajenos a mí, las causas de esa decisión? ¿El temor a no lograr discernir en la realidad de la que debía dar cuenta lo circunstancial de lo esencial? ¿Acaso el temor a repetirme? ¿Al lugar común, al cliché? A la fórmula barata, al juego de palabras, a la retórica vana... Qué lejos los ideales de antaño, el afán quijotesco, la búsqueda de la verdad.

Recuerdo mi susto al leer en una  crónica de Julio Cortázar que, durante cierta visita de Louis Armstrong a París, justo al momento de su recibimiento en el aeropuerto, el suyo, el de Louis, era el único rostro humano en medio de tanto rostro de reportero. ¿Acaso ya el mío era el rostro gris, indistinto en la masa, que asienta candoroso o grita airado, exige respuestas, reclama aclaraciones, lanza apotegmas? ¿El rostro de quien redacta de forma anodina sobre sucesos anodinos? A los que alguien indica dar cobertura, aislar del continuo que es la realidad... Luego deberán ser retocados, aparentar la transparencia entre el hecho y el texto: mi nombre al pie es justamente una circunstancia que en lo absoluto modifica la esencia del hecho, ese que mi pericia ha permitido apreciar, aún palpitante, en el papel y bla bla bla...

¿Por qué me hice periodista? ¿Afán de notoriedad? ¿Vocación literaria? ¿Ansias de moverme en ámbitos diferentes, de no encerrar mi vida en un gabinete? ¿Compromiso cívico? Sería más agradable pensar en unos lindos ojos y un pelo umbrío tras los que, alelado, me fui. Pero no, ni siquiera hubo tales compensaciones. Eso que algún día llamé amor llegó por otro camino... Y por lo absorbente de mi trabajo, porque la vida no cesa, porque siempre hay un suceso que reseñar, se escapó. O eso me dijo, repitiendo las mismas palabras con las que yo trataba de justificar ausencias, desaires, silencios.

Pude elegir el camino del cronista. El texto novedoso, con pretensiones literarias, el registro, desde mi sensibilidad del hecho... Mi sensibilidad sería lo esencial. ¿El ombligo del mundo? Vamos, que eres un simple mortal, en un periódico de provincia. Un simple periodista de provincia que quiere burlar, esa su circunstancia-otro yo al embarcarse en esa supuesta revolución que es la blogosfera, crear un blog desde el cual otear el horizonte: triste remedo de Cristóbal Colón, un Cristóbal Colón llegando en chalupa a tierras ya cartografiadas... Si antes, en la época en que bastaba la edición matinal, olorosa a tinta fresca, eras un simple nombre en unos gramos de papel, caducos al día siguiente, hoy eres... ¿un bite?, ¿un mega?, ¿un giga? Causa gracia pensar qué tales cosas son aún más evanescentes que la minúscula porción de papel donde aparecía tu nombre.

Y todavía hay personas que creen que sí, que es importante estar allí. Tener que haberle aguantado a la chiquilla aquella, en un debate, que el blog—ya lo dice la palabra—, es como un diario personal, pues se logra la misma intimidad... Olvida que solo interesan los diarios de personas trascendentes. O es valiosa la anotación de un cualquiera, que automáticamente deja de serlo, cuando el texto deviene material atendible por la Historia. ¿El blog de la Fulana obtendría igual privilegio? ¿Cuándo se ha visto que uno pretenda publicar la primera bobería que le pase por la cabeza?

Debo dejar de pensar en eso... La decisión ya está tomada. Y la Fulana y el Zutano... allá ellos. Pero me queda el maldito hábito de organizar el pensamiento como un discurso que alguien debe presenciar. Un discurso para alguien que no soy yo. Convencerme a mí mismo es tarea tan ardua como convencer a otro. Convencerme de que hice bien. Que si antes no quería ser un satélite de decisiones ajenas a mí, mucho menos debía entrar en ese ruido silencioso de los tantos blogs, en el coqueteo con la medianía de la gente... Generar debate, ampliar la esfera pública... Vamos, está bueno de utopías que a nada conducen. Mejor sembrar un árbol, como Cándido. Cuidar mi jardín, con plantas que puedo acariciar, ver crecer, podar. Mejor, mucho mejor, mirar este mar, esta inmensidad que brama; este el sol cualquiera diría que al alcance de mis dedos: espejismo más humano.

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