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Chocolate

Debería existir un servicio de putos. Supongo que así podrían llamarse los hombres que hacen lo que las putas. O prostitutos. Una los solicita por teléfono, o mejor, contacta a un coordinador, le explica cómo quiere su mancebo y sin que medie una palabra, recibe—en toda la extensión del término—a su rubio o trigueño, alto o delgado, más o menos fornido galán. No tener siquiera que saber su nombre, acaso un alias: el Nene, XL, Hombros anchos, Nalguitas bonitas, Pie grande. No volver a verlo nunca más, pues debe estar prohibido, por el asunto de las adicciones, ver de nuevo al mismo puto.

Ahora se dice que todo provoca adicción. El placer se confunde con las adicciones. Ya uno no dice: “Me gusta el chocolate”. Ahora se es adicto al chocolate. Y las personas trabajadoras no son tan bárbaras, ni ejemplares: son enfermos incurables de una insana adicción. Y lo mismo con el sexo, el cibersexo y el chateo caliente. Uno ya no  puede confesar que le gusta templar sin que le endilguen, casi siempre un médico con cara de santurrón y seguro que muy mala hoja, eso de que es adicto al sexo.

A mí me encanta el chocolate. Lo otro, bueno, ya ni sé. No sé porque no hay servicio de putos, ni siquiera un catálogo donde escoger... Nada de nada. Ligar es fácil, pero no quiero. En el ligue siempre hay coqueteo, y yo me enredo en cuanto hablo unas palabras y adivino un alma gemela tras aquellos ojos negros, de mirada profunda—porque los ojos que de verdad miran profundamente son los oscuros, los claros son tan líquidos que apenas tienen consistencia—, decía que cuando miro esos ojazos que sonríen aunque la boca no lo haga, ya no quiero templar, o quiero templar pero no solo eso, y ahí viene el problema. Si fuera con un hombre del que nada sé, ni siquiera el nombre, o si le gusta el chocolate amargo o el blanco,  si lee a Kafka o es admirador de Jackie Chan, si el té debe ser bien dulce o le parece mejor un jugo de mango...  Tendría que estar prohibido hablar. También deben ser prohibidos los segundos encuentros. Y tanto como prohibidos, castigados con la mutilación, lenta y dolorosa de ciertas partes del cuerpo; y con la muerte, los terceros. A los encuentros sucesivos, esos que a veces duran años, deben corresponderle círculos, también sucesivos, del Infierno. Cada encuentro es más nocivo que el anterior pues hace que uno se sienta tentado a olvidar que no hay almas gemelas.

Pero no, el infierno es demasiado castigo. El infierno después de muertos, quiero decir. ¿Para qué angustiarse con la idea del más allá si el más acá puede ser terrible? De nada vale permanecer calladitos, pues hay otros lenguajes. Toda caricia, todo gesto entre dos amantes es un mensaje cifrado: el asunto es la clave. ¿Y si lo que tú crees una cosa es otra? ¿Si interpretas esto, y es lo otro? Te abrazan fuerte y crees sentir que te quieren mucho. No te abrazan, y piensas que no te quieren. No pides el abrazo porque, caramba, va a pensar que te estás enamorando. Pero te mueres por el abrazo. Y él también se muere, o quieres creer que se muere. Es dulce creerlo, es bueno creer que uno es importante para el otro.

En algo tienes razón: mueres sin morir. Ardes como Santa Teresa, cuya pasión sublime tuvo que ser expresada por Bernini como pasión del cuerpo. O como San Juan y sus nupcias del espíritu, acaso nupcias entre cuerpo y alma. Tú quieres que también sea al revés y sin embargo, una y otra vez chocas con la terrible evidencia: no hay viceversa en esta historia. Pasión del espíritu porque no la hay del cuerpo; pasión del cuerpo sin que el espíritu arda. Anhelas lo que falta, la carencia que te completa, que te mantiene en vilo, equilibrista al borde de ti.

Siempre has oído decir que los seres humanos somos cuerpo y espíritu, que somos una mezcla confusa. Pobre consuelo. El chocolate es un atajo más seguro: actúa sobre la dopamina, un neurotransmisor que eleva la sensación de bienestar. Así explican los médicos por qué es tan adictivo. Lo comes con fruición, queriendo convertirlo en dopamina, convertirte tú también en dopamina, queriendo sentirte contenta aunque no lo estés. Suples la falta de alegría con dopamina. ¿Por qué, entonces, no crear la agencia de putos? ¿No sería para el amor lo que el chocolate para la felicidad? Salvo un detalle: el efecto del chocolate dura muy poco. Cada vez tienes que comer más. ¿Y si con los mancebos de caricias tasadas debe ser igual? ¿Hay cuerpo que resista tanta falta de espíritu?

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