Maximiliano Mendoza

Ojos tardíos

A Damián Mendoza

En el ámbar de tus ojos tardíos
se traslució una pequeña sombra,
una sombra rauda e infeliz
que disimulaste al dejar caer tus párpados resignados.
 
Te vi desplazarte paciente entre las hojas del patio
con la mirada gacha, casi penitente,
tal vez buscando ese recuerdo huidizo
que ya no acude a tu llamado,
y que se atreve a desobedecerte, justo ahora,
justo ahora que aprendo a escucharte.
 
Había algo arbóreo en esa resignación.
Hasta tus pasos se oían crujientes como el ramaje seco.
Y traté de imaginar esos paisajes de tu memoria
erosionados por las tempestades propias, inevitables,
para recorrerlos juntos,
y evitarte el sinsabor desesperado del extravío.
 
Quién sabe qué cosas ibas a compartirme, viejo,
antes de ese segundo desgraciado.
Tal vez una imagen otoñal.
La palabra empeñada.
Las voces hermanas, los rostros amados.
Los adioses grises, el tiro del final.
La bravura de un gallo, los abrazos amigos.
Tus amaneceres eternos, los paraísos cubiertos de sábanas.
La caricia maternal, o mi llanto al nacer.
Quién sabe.
 
Sin embargo te veo ahí, recogiendo algunas hojas,
rodeado por algunas palomas que te miran ilusas.
Y también, como vos, oigo el silencio, resignado.
 
Ayer vi un destello de sombra en el ámbar de tus ojos tardíos,
y volví a darme cuenta que empiezo a despedirte.

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