Me encuentro sentada en una vieja horadada romana,
los rayos de sol que preceden el crepúsculo de una tarde tibia se posan en las comisuras de mis carnes.
Llega luz agonizante por los resquicios de dos rocas que se acompasan sobre las dunas de mis pensamientos.
Allí, en los confines de mi ser,
donde me encuentro sola y nostálgica y donde mis miedos son cabalgados con desparpajo ante el control de mi imaginación,
solo puedo verte a ti.
Apareces titilante en el alféizar de mi existencia,
en las ramas de mis recuerdos,
en mis inacabables enfrentamientos con la verdad inexorable de la muerte.
Eres la concreción de mi existencia,
mi compañero metafísico que rebasa su materia sin saberlo ante la insistente invocación de mi alma.