Unos extraños pájaros negros
con el pico rojo,
bellos y aerodinámicos,
sobrevuelan el mar
en estos días.
Cada mañana hay más.
Flotan con las alas desplegadas,
confiados y perfectos.
Supongo que se reúnen
para regresar en mayo a Norteamérica.
Lo comento con mi mujer
que apenas los mira
y lanza un veredicto:
“No son de aquí.
nunca los había visto”.
Le paso los binoculares
pero no le interesa observar
con tanto esmero.
Después, por la noche,
intento escribir un poema
sobre los hermosos pájaros negros
que pescan sardinas en el Caribe.
Es un tema agradable y sutil.
Así podré desviar
mi persistente mirada
desde los escombros del infierno
hacia algo luminoso.
Pero no sale. En el papel
aparece un poema muy corto
sobre un viaje nocturno en tren,
de Leningrado a Lituania. Hace años.
No sucedió nada.
Solo que no pude dormir.
La calefacción era excesiva
y yo me ahogaba en mi litera
mientras el tren pasaba sin detenerse
por pequeños pueblos oscuros, con niebla y frío.
A veces se detenía dos minutos.
Y yo miraba los andenes desolados.
La gran estepa rusa no existía
en aquella oscuridad absoluta.
Afuera la nieve y el viento.
Y yo me ahogaba.
Casi no podía respirar
aquel aire denso y tibio.
Fue una noche agónica, extraña,
un poco absurda.